El Arzobispo, don Carlos Aguiar y sus obispos auxiliares hemos venido realizando la visita pastoral de las 416 parroquias y rectorías que se encuentran en la Arquidiócesis de México. No hemos terminado, nos faltan todavía cerca de 60, sin embargo, el haber visitado ya más de 350 de ellas durante un año y medio, me permite compartirles una breve reflexión sobre lo que significa ser Iglesia hoy en medio de una mega urbe como lo es la ciudad de México.

El Papa Francisco, en abril del 2020, nos decía que después de esta pandemia, o se salía mejor o peor, pero no se podía permanecer igual. Pues yo creo que en la ciudad de México la Iglesia ha salido gravemente afectada. Hemos percibido en muchas parroquias el miedo a regresar al templo, el desánimo por ver mermados sus grupos, la nostalgia de lo que era antes; la pérdida del sentido de participación por parte de muchas familias que cayeron en la cuenta que si no van a misa, “no pasa nada”, sin darse cuenta que estaban perdiendo lo más importante: la fe.

Sin duda, vivimos una crisis vocacional grave que afectará nuestra capacidad de acompañar a las comunidades en los próximos 20 o 30 años (más de 60 sacerdotes que servían en la ciudad murieron durante los primeros dos años de la pandemia). La dificultad de acercarnos a los jóvenes y generar empatía para atraerlos a seguir el camino de Cristo es patente en la mayoría de las parroquias; y la falta de experiencias pastorales que ayuden a sostener un acompañamiento eficaz a los matrimonios es sin duda evidente.

Sin embargo, a pesar de todas estas dificultades, que no son menores, me parece que la crisis más grave que estamos viviendo se funda en que no hemos sabido acompañar a los niños y las familias con un proceso pedagógico integral que los haga madurar a lo largo de su vida como discípulos y misioneros de Cristo y miembros de una comunidad ungida por el Espíritu. Catequesis presacramentales que no convencen a quienes las viven de mantener un proceso continuo de crecimiento espiritual ni comprometen a compartir su fe; prácticas piadosas que tranquilizan el alma, pero no hacen arder el corazón en el deseo de que más personas amen a Cristo.

Un cristianismo que está más preocupado por conservar sus tradiciones que en anunciar a Cristo; no anunciamos a Cristo con el afán de llenar los templos, sino por ser fieles a nuestra misión eclesial. Es la necesidad del enamorado y no la obligación del funcionario lo que nos ha de impulsar el corazón de todos los cristianos para compartir su fe.

Para ello, considero que hemos de impulsar una Iglesia

  • Que privilegie la conciencia del discípulo más que exija los requisitos del miembro de una institución.
  • Que promueva la conciencia peregrina y comunitaria, presentando la Iglesia como una verdadera comunidad guiada por el Espíritu; alejándose de la imagen de una comunidad de ritos y tradiciones que busca solo conservarse más que servir al Maestro.
  • Que impulse la responsabilidad de discernimiento las mociones del Espíritu Santo, por encima de la obediencia ciega e irresponsable que quiere que todo lo decidan por él o ella.
  • Que renueve su espíritu misionero como un imperativo de su existencia y no solo como un apéndice que se puede o no vivir sin comprometer su fe.
  • Que transforme sus estructuras, sus tiempos y sus costumbres para que se perciba su sincero deseo de servir a los más necesitados, siguiendo el testimonio del Buen Samaritano, que dejó afectar su camino para servir al desvalido.

Soñamos con poder impulsar una Iglesia enamorada de Cristo y de la humanidad que Dios ha creado, que agradecida por tanto amor se disponga a ser toda ella servidora de la acción salvífica de Dios que continúa realizando en medio de su Pueblo.

*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

 

Mons. Héctor M. Pérez

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