La paz esté con ustedes”. Con estas palabras se presentó Cristo resucitado en medio de sus discípulos. Lo que estaban viviendo aquellos hombres no era nada cercano a la paz; habían visto morir a su Maestro, al Mesías, a quien habían visto hacer milagros y predicar como nadie lo había hecho; Él era la esperanza que colmaba sus corazones y parecía tener la fuerza que nadie podía imaginar. Sin embargo, las autoridades y los romanos lograron apresarlo, condenarlo y matarlo. ¿Qué esperanza y qué paz podían tener tras esa tragedia?
En las 2 colaboraciones anteriores he reflexionado sobre algunas de las tantas situaciones lamentables que hoy vivimos como nación, sobre todo en lo que se refiere a la violación de derechos humanos y al incremento de la violencia. También he recordado que las raíces más profundas de los problemas que vivimos no están sólo en las estructuras sociales y políticas, sino también en el seno de las familias, pues es en ellas donde habitualmente se recibe la primera formación de conciencia, personalidad y conducta. He querido insistir en que el trabajo en favor de una sociedad más sana, justa, solidaria y humana, tiene que comenzar por la atención a las familias.
Si bien la violencia nos preocupa y nos ocupa, hay tantos otros fenómenos y realidades que ensombrecen nuestra vida social. La lista sería interminable, pero hay situaciones que nos alarman de forma particular: la creciente crisis económica con su gama de consecuencias en la vida concreta de las familias, la incertidumbre frente al futuro, la polarización social y política, la dictadura de algunas ideologías, diversos aspectos de la agenda política, la falta de respeto a las instituciones, el nivel de desempleo y las condiciones desfavorables de muchos de los trabajadores, etc.
Ante un panorama así, como ciudadanos y como católicos podemos situarnos de forma madura, responsable y comprometida; o bien, refugiarnos en condenaciones genéricas y lamentos, responsabilizando a otros, pero sin involucrarnos de forma creativa, productiva, contextualizada y realista, haciendo lo que nos corresponde y tratando de ser factores de transformación en donde estamos y con lo que hacemos.
En este sentido, conviene evitar tres graves tentaciones que pueden paralizarnos: el desaliento, la pasividad y la indiferencia.
Sobre la tentación del desaliento frente a los retos que nos presenta la realidad, conviene señalar que no debemos bajar los brazos y pensar que no hay nada más que hacer, que ningún esfuerzo tiene sentido y que debemos conformarnos con las cosas como están, porque nunca cambiarán. A este respecto, el Papa Francisco escribió en su mensaje para la Cuaresma del 2022 lo siguiente:
En Dios no se pierde ningún acto de amor, por más pequeño que sea, no se pierde ningún “cansancio generoso” (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279). Al igual que el árbol se conoce por sus frutos (cf. Mt 7,16.20),A una vida llena de obras buenas es luminosa (cf. Mt 5,14-16) y lleva el perfume de Cristo al mundo (cf. 2 Co 2,15)
El desaliento -y con él la impotencia y la frustración-, podría provocar a su vez la tentación de la indiferencia, la cual, a decir del Papa, ha alcanzado dimensiones de tal magnitud que hoy podría hablarse de “globalización de la indiferencia”. Dejemos que nos hable nuevamente el Papa Francisco a través del mensaje cuaresmal que nos regaló hace algunos meses:
Frente a la amarga desilusión por tantos sueños rotos, frente a la preocupación por los retos que nos conciernen, frente al desaliento por la pobreza de nuestros medios, tenemos la tentación de encerrarnos en el propio egoísmo individualista y refugiarnos en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás.
No dejemos que los problemas y los retos nos sumerjan en el desaliento ni en la indiferencia. Con la fuerza del amor de Dios y con la luz de la fe, sigamos siendo fermento de transformación, de auténtico desarrollo social, de reconciliación y de paz en un mundo donde, como católicos, estamos llamados a ser “sal de la tierra y luz del mundo”.
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