El tiempo litúrgico del adviento consta de dos grandes partes: en la primera de ellas, que va desde el primer domingo de adviento hasta el 16 de diciembre, recordamos la necesidad de estar siempre vigilantes para aguardar la venida del Señor en el momento de nuestra muerte y su venida en la parusía; la segunda parte, que comprende del 17 al 24 de diciembre, nos preparamos de manera especial para celebrar la Natividad de nuestro Señor Jesucristo en Belén.

La primera parte del adviento nos pone delante del sentido cristiano del tiempo, de la historia humana y de nuestra historia personal.

En cierto modo, entrar a un nuevo año litúrgico nos introduce a una dimensión y a una etapa distinta de la vida, una etapa que nos va aproximando cada vez más al encuentro definitivo con el Señor, tanto en la dimensión personal a la hora de nuestra muerte, como en la dimensión eclesial y universal a través del juicio en la parusía.

Durante el adviento  nos preparamos para celebrar que el Hijo de Dios ya ha venido a nosotros en la humildad de nuestra carne, nacido en Belén,  pero recordamos que también que sigue viniendo continua e ininterrumpidamente a nosotros y que vendrá al final de nuestra vida personal y de la historia de este mundo. En otras palabras, el Señor ya ha venido, sigue viniendo y vendrá.

La primera parte del adviento, al situarnos frente al horizonte decisivo de la vida y de la historia, es fundamentalmente un tiempo de esperanza y, por lo tanto, también, “tiempo del sentido”, puesto que aviva en nosotros el recuerdo de la finalidad última de nuestra existencia y de toda existencia humana: el encuentro con Dios y la comunión eterna con él gracias a la encarnación y al misterio pascual de su Hijo.

 Adviento, tiempo de la esperanza y del sentido. Es por eso que la primera parte de este tiempo litúrgico dirige nuestra mente hacia la parusía del Señor y nos exhorta a la vigilancia respecto a lo esencial de la vida, es decir, a la vigilancia sobre aquello que verdaderamente importa en la vida y que será decisivo para toda la eternidad.

 La parusía o última venida del Señor, representará el desenlace de la historia humana y la realización de la anhelada consumación de nuestra salvación en Cristo, como lo dice el Prefacio III de adviento: “[…] Cristo, Señor y juez de la historia, aparecerá sobre las nubes del cielo, revestido de poder y de gloria. En aquel día terrible y glorioso, pasará la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva”.

Así pues, el acento de la primera parte del adviento está puesto en la necesidad de la vigilancia respecto a la venida del Señor, vigilancia como actitud y disposición espiritual que nos ayuda a vivir concentrados en lo esencial de la vida y de la vocación cristiana, sin distraernos en cosas de escaso valor ante Dios y de nula importancia para la eternidad.

Ciertamente requerimos estar siempre atentos a la gracia y a la aventura de vivir, pues muchas cosas pueden embotar también nuestra mente, distraernos de lo importante, atrapar nuestros esfuerzos y envolvernos en un espiral de búsquedas, actitudes y actividades desintegradoras y debilitantes que nos distancian de lo central en la vida: buscar, amar y servir a Dios en nuestro prójimo.

Sin embargo, vigilancia no significa ni inquietud ni desasosiego. Significa vivir concentrados y entregados a lo que Dios nos pide a cada uno para servirlo a él en los hermanos, dispuestos siempre a dar cuenta al Señor de los talentos que nos ha entregado, de las personas que ha puesto en nuestro camino, de la vocación con que nos ha bendecido, de los servicios que nos ha pedido, del amor que nos invita a derramar en quienes él ha puesto a nuestro lado.

No se trata de otra cosa sino de vivir, pero vivir en plenitud lo sencillo y ordinario de la vida desde el corazón de Dios. Vivir y no permitirnos permanecer a la orilla de la vida viéndola pasar.

Es por eso que durante el adviento, “La liturgia no se cansa de alentarnos y sostenernos  poniendo en nuestros labios, el grito con el cual se cierra la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis: «¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20)”[1].

Que el tiempo de adviento nos ayude para abrirnos cada vez más a Dios que no se cansa de esperar y que por amor nos ha entregado a su Hijo, el cual, por pura gracia y misericordia se ha hecho igual a nosotros en todo, menos en el pecado, y cuyo nacimiento pronto celebraremos.

Que María Santísima, Trono de la Eterna Sabiduría y Esperanza nuestra, continúe guiándonos hacia Aquel en quien existimos, nos movemos y somos.


[1] Cf. BENEDICTO XVI, Homilía en las primeras vísperas del primer domingo de Adviento del año 2010.

Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza

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