A través de la oración, el fiel puede tener una relación viva y personal con el Dios vivo y verdadero; Santa Teresita del Niño Jesús decía que, para ella, «la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto en medio de la prueba como en la alegría» (Cf. CEC2558).
San Pablo expresa que nosotros no sabes pedir como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros (Cf Rm 8,26), y el Espíritu es quien nos ayuda a entablar este diálogo desde lo más profundo de nuestro ser con nuestro Padre que está en los cielos. La oración es un Don de Dios, que regresa a Dios; «Dios llama incansablemente a cada persona al encuentro misericordioso con Él. La oración acompaña a toda la historia de la salvación como una llamada recíproca entre Dios y el hombre» (CEC 2591).
El Espíritu Santo enseña a la Iglesia y suscita diferentes expresiones en las que el hombre entra en diálogo con Dios mediante oraciones de bendición; de petición, aquella que tiene por objeto el perdón; de intercesión, con la que se pide algo en favor de otro; de acción de gracia por los favores recibidos y; de alabanza, aquella que da gloria a Dios por lo que ha hecho y por lo que es (Cf. CEC 2644-2649).
La oración más eficiente es la que brota de un corazón quebrantado y humillado (Cf. Sal 50, 19), ya que, la humildad es una disposición necesaria para entrar en el diálogo con Dios; pedir sin pretender que tenemos derecho a ser escuchados o a recibir lo que pedimos. La parábola del fariseo y el publicano (Cf. Lc 18, 9-14) nos narra que dos hombres subieron al templo a orar, el fariseo oraba diciendo: «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, … ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias»; en cambio el publicano se mantenía a distancia y no se atrevía a levantar la cabeza y decía: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» Jesús nos dice que el último bajó justificado, pero el primero no.
Si nos damos cuenta, el primero, en realidad no pidió nada, parecería que está tan lleno de sí que no necesita nada, el segundo en cambio se ve a sí mismo pobre, necesitado, vulnerable. Necesita sentir el amor, el perdón, la misericordia, pero al mismo tiempo, sabe que no tiene derecho, es decir, no tiene nada que presumir, tampoco mucho que ofrecer, pero sabe que su Padre es bueno, y por eso clama «Ten compasión de mí», y el Señor escuchó su voz y atendió a sus súplicas.
Sin embargo, el hecho de pedir con humildad no implica que no se pida con insistencia, de hecho Jesús nos propone otra parábola para inculcarnos que es preciso orar siempre sin desfallecer: «Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella misma ciudad una viuda que acudiendo a él, le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’» (Cf. Lc 18, 1-8).
La parábola nos muestra que al principio el juez no atendía a la petición de la viuda, sin embargo, la mujer insistía tanto que el juez cede ante la pertinacia de la solicitante, no tanto por querer hacer justicia, sino por quitarse la molestia que la mujer le causa al insistir.
Con esta parábola Jesús nos invita a orar confiando en nuestro Padre celestial, haciéndonos ver que, si un hombre que es injusto, ante la insistencia de la viuda, termina haciendo lo que le pide, cuánto más hará el Señor con sus elegidos que claman a Él día y noche. La oración es eficaz cuando se hace con humildad e insistencia, por eso Jesús nos invita a confiar en Dios: «Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca halla; y al que llama, le abrirán» (Lc 11, 9-10).
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