La comunicación no es un accesorio de la vida eclesial: es su pulso. El Evangelio mismo nace de un acontecimiento comunicado —“hemos visto y damos testimonio” (cf. 1 Jn 1,1-3)— y se expande cuando alguien se atreve a mirar, escuchar y hablar con el corazón. En los últimos Mensajes para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales se dibuja una hoja de ruta muy concreta: “venir y ver” (2021), “escuchar con el oído del corazón” (2022), “hablar con el corazón” (2023) y, más recientemente, discernir el impacto de la inteligencia artificial desde la “sabiduría del corazón” para una comunicación plenamente humana (2024). No son lemas: son verbos que nos convierten.
Tomar en serio la comunicación en la Iglesia exige, primero, cercanía. “Vengan y vean” (cfr. Jn 1,46) es el método más honesto: salir de la comodidad, tocar heridas, oler al rebaño.
Comunicar no es repetir consignas, sino encontrarnos con rostros concretos y dejar que su testimonio nos hable. Esa proximidad solo es fecunda si se sostiene en escucha: “La respuesta suave calma la ira” (Prov 15,1) y “la verdad en el amor” (Ef 4,15) construyen puentes incluso en contextos polarizados.
La Iglesia está llamada a una palabra que sea compartida: “Estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza… con suavidad y respeto, y con tranquilidad de conciencia” (1 Pe 3,15-16).
El Papa León XIV, al dirigirse recientemente a influencers y misioneros digitales, fue al centro de la comunicación: no basta crear contenido; hay que provocar encuentros. Nos pidió “tejer redes” que sanen —no de seguidores, sino de amistades reales— y ser agentes de comunión en un ecosistema marcado por la lógica del algoritmo, la superficialidad y la polarización. Su llamado fue claro: mantener humana la cultura digital, buscar la “carne sufriente de Cristo” también en línea y “reparar las redes” para que vuelvan a llevar esperanza.
Esta brújula dialoga con la preocupación más amplia de la Iglesia ante la tecnología: la IA puede potenciar la misión, pero nunca sustituir la sabiduría del corazón ni la responsabilidad humana. Comunicar cristianamente en tiempos de IA exige discernimiento, ética y una defensa activa de la dignidad, contra la desinformación y la deshumanización.
Pastoralmente, esto nos exige pasar de solo “publicar” o “subir notas” al “acompañar”. Algunas convicciones operativas:
1. Comunicar es evangelizar: “¿Cómo creerán si no hay quien anuncie?” (Cfr. Rom 10,14-15). Toda parroquia y diócesis necesita un plan de comunicación misionero, no solo un boletín.
2. Ética antes que métricas: más que impresiones o likes, buscamos conversiones del corazón. Además, la verificación de datos y el cuidado del lenguaje no son opcionales.
3. Escucha activa de las periferias: la pastoral de la comunicación empieza preguntando y aprendiendo. La escucha abre puertas que un post o un medio de comunicación diocesano nunca abriría solo.
4. Formación integral de equipos: teología, Biblia y Doctrina Social, sí; pero también narrativas, datos, seguridad digital, foto y audio. La excelencia comunica a Cristo con belleza.
5. Redes que cuidan: protocolos contra discursos de odio y “tropas” digitales; moderación con mansedumbre y firmeza; canalización personal cuando alguien sufre.
La comunicación es un acto de caridad intelectual y pastoral. Cuando vemos, escuchamos y hablamos con el corazón, el kerigma encuentra caminos nuevos; cuando tejemos redes que sostienen y sanan, el mundo vislumbra a Cristo.
La invitación es simple y urgente a las parroquias, a los agentes de pastoral, a todos con una responsabilidad en la Iglesia: tomemos en serio la comunicación para que cada contenido pueda convertirse en un encuentro, cada palabra en bálsamo y cada dato en un servicio a la verdad que hace libres (cf. Jn 8,32). Porque la Iglesia no solo tiene un mensaje; es mensaje cuando comunica como Jesús.
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