Participa cada lunes a las 21:00 horas (tiempo del centro de México) en La Voz del Obispo en Facebook Live. Este lunes 21 de marzo podrás conversar con el autor de este texto sobre la familia, Mons. Salvador González Morales, Obispo Auxiliar.
Este Mes de la Familia, cuando como Iglesia particular buscamos revitalizar nuestra fe, es importante reflexionar sobre el gran potencial que tenemos en nuestras familias para lograr esto desde el interior de la “célula” originaria de nuestra sociedad.
Cuando hablamos de la vida en el Matrimonio inmediatamente pensamos en los valores de amor, lealtad y compromiso. Éstos se encuentran en otras relaciones, y no solo en el matrimonio, pero ahí es distinto, pues al ser una alianza establecida sobre la capacidad de procrear del hombre y la mujer, el Sacramento pone a disposición de los esposos el poder de la fidelidad de la Alianza de Dios y su unión como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Así, ofrece una dimensión nueva y más profunda de la fecundidad biológica; recibir un hijo, constituye una extensión de la generosidad divina.
La decisión de tener un hijo se basa en condiciones de tipo físico, psicológico, social y económico de los esposos; sin embargo, la decisión profunda tiene como base el amor en forma de servicio, sacrificio, confianza y apertura a la generosidad de Dios. Cuando los esposos tienen hijos bajo el modelo del amor de Cristo por nosotros, dicho amor los orienta en la formación espiritual de esos hijos.
El Concilio Vaticano II llamó a la familia “Iglesia doméstica”; en ella los padres son los primeros predicadores de la fe, con la palabra y el ejemplo, y fomentan la vocación de cada uno.
Acompañar, este es el verbo clave en la familia: acompañar a los hijos en casa, en la integración a la comunidad, en la actividad y el descanso, pero especialmente en el encuentro con Dios, con la oración. Lo dice el Papa: “Una relación familiar con el Señor es como tener abierta la ventana de nuestra vida para que Él nos haga oír su voz, qué quiere de nosotros (Umbría, 2013).
La paternidad nos hace ver que no somos autosuficientes, que necesitamos ayuda y fortaleza de Dios, la familia, la Iglesia y los amigos. Las rutinas domésticas pueden ser lugares en los que brilla el Espíritu Santo: donde la bondad y la hospitalidad cristiana aligeran la vida.
En “Amoris laetitia”, el Papa Francisco nos ayuda a descubrir cómo la familia sigue siendo una hermosa tarea para la comunidad eclesial; pastores y comunidad caminan juntos ante los desafíos de nuestro tiempo.
Los pastores -señala- debemos alentar a las familias a crecer en la fe, con los medios tradicionales: vida sacramental, dirección espiritual, retiros espirituales.
Destaca la generación de espacios de oración familiar, que la presencia de los sacerdotes en medio de las familias convoque a todos sus miembros a alentar la oración, particularmente a través de la lectura de la Palabra de Dios, para que su luz impregne el discernimiento y la acción de los miembros de esa Iglesia doméstica en la comunidad.
Para que la familia sea Iglesia doméstica debe vivir insertada en la Iglesia universal, portadora y maestra de la alianza de Dios con su Pueblo. Participar en la Misa dominical y los sacramentos es indispensable para que la Iglesia doméstica cumpla con su nombre. Para que una parroquia sea realmente una “familia de familias” debe realizar acciones concretas de hospitalidad y de generosidad.
Los desafíos de la vida familiar exigen apoyo de la comunidad; ninguna familia puede crecer sola, necesitan de su parroquia y las parroquias también necesitan de esas familias.
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