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Por la pandemia sanitaria, no se abrirán las puertas de la Basílica de nuestra Madre de Guadalupe, en la Ciudad de México.

Habrá celebraciones sólo al interior, transmitidas por diversos medios electrónicos. Esto nos duele a todos, pues son millones de personas que, en torno al 12 de diciembre, anhelan visitar su casita sagrada y que no podrán ir a otros santuarios y lugares donde tánto se le venera. El episcopado mexicano ha invitado a celebrar estas fiestas en la propia casa, en torno a la imagen que todos tenemos.

En sus apariciones al digno y santo Juan Diego, le dijo: “Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada. En donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto. Lo daré a las gentes, en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación” (Nican Mopohua).

Al no poder visitar su basílica, donde permanece la imagen que se manifestó hace ya casi 500 años, hemos de hacer su casita sagrada en nuestra propia casa. Ella quiere ahora ir a nuestra casa. Pero esta casita tiene una dimensión más amplia, social y eclesial, y no se reduce a una imagen religiosa, como expresamos los obispos mexicanos en nuestro Proyecto Global de Pastoral 2031+2033.

Pensar

“El hecho Guadalupano encuentra su más elocuente síntesis mesiánico-cristológica en el mandato de construir una “casita”, donde se manifieste el consuelo materno de Dios (cfr. Is 49,15). El mandato Guadalupano de “hacer una casita”, evoca el oráculo mesiánico de la promesa divina, hecha a David, de “hacer para él una casa”, es decir, una descendencia de reyes, un linaje mesiánico (cfr. 2 S 7,11ss; 1 P 2,9-10).

La descendencia mesiánica es una “familia de reyes”, coherentes con su cometido de establecer la paz y la justicia; un pueblo profético y sacerdotal fiel a su misión de interceder por las necesidades ajenas. Pero además de este aspecto bíblico, para los pueblos mesoamericanos el templo era un signo elocuente de una nación, por tanto, la invitación a construir un templo evocaba la construcción de una nueva nación” (9).

“El consuelo que promete Santa María de Guadalupe, no es un simple restablecimiento materno de la alegría, sino algo con mayor alcance: el cumplimiento y realización de la justicia y la paz, de las que tanto carece nuestra sociedad y de las que nuestra Iglesia tiene que ser su humilde, pero consolador comienzo” (10).

“Nos preguntamos si el Tepeyac y sus moradores, México y sus habitantes, ¿gozan del consuelo de una sociedad más justa y pacífica? Más aún, podemos cuestionarnos si, como Iglesia ¿somos “esa casita”, construida con dinámicas sociales y alternativas económicas humanizadoras, ajenas al sistema liberal de corrupción y explotación de los más empobrecidos?” (11)

“El Señor nos llama a poner atención en los signos de los tiempos, en la vida de las comunidades y en el sentir de cada persona, porque el pueblo mexicano está herido por una guerra fratricida, ajena al deseo materno que el Padre de Cristo ha manifestado en el mensaje de Guadalupe. ¿Cómo estamos edificando la “casita” de consuelo, la familia de esos reyes que hacen prevalecer la justicia y la paz? Es pues preciso reconocer que hemos robado la esperanza de nuestros más pequeños y hemos descuidado el fundamento de nuestra sociedad: la familia” (13).

Actuar

El compromiso que hacemos los obispos, lo compartimos con todo nuestro pueblo, para celebrar, de esta manera, unas dignas y fructuosas fiestas guadalupanas:

“Los Obispos mexicanos queremos refrendar el compromiso de seguir construyendo una “casita sagrada” porque representa un elemento común de identidad de este pueblo, un signo de unidad, un espíritu de familiaridad. La “casita sagrada” es un lugar donde nadie se siente extraño; un lugar de encuentro, convivencia y cercanía con los seres queridos; un lugar donde se comparten las experiencias de la vida. Uno de los grandes retos de la pastoral ha sido el que en el lugar donde se reúna la comunidad todos nos sintamos en casa. Cuando esto no ocurre, cuando no construimos la “casita sagrada” entre todos, más de uno se sentirá extraño y con mucha facilidad se irá de casa” (154).

“Iluminados por el Acontecimiento Redentor de Nuestro Señor Jesucristo y del Encuentro de Nuestra Madre de Guadalupe, al contemplar la realidad de esta nueva época, queremos fortalecer y renovar nuestro esfuerzo para hacer presente el Reino de Dios en esta situación concreta de nuestro país, tomando en nuestras manos el mandato de la Morenita del Tepeyac de construir esa “casita”, donde los pobres y humildes sean los primeros en la Iglesia y orienten el horizonte de nuestra conversión, fecundando así el sentido de nuestra vida” (169).

“Nosotros, conforme a la promesa de Dios, esperamos unos nuevos cielos y una nueva tierra, en los que habite la justicia (2 P 3,13). Estas palabras despiertan en nosotros el deseo de caminar, de caminar juntos y hacer realidad en nuestra patria, en nuestra Iglesia y por supuesto en cada uno de nosotros, el proyecto de Dios manifestado en Cristo Redentor e inculturado en María de Guadalupe, edificando juntos esa “casita” justa y digna, donde todos somos acogidos. Dios tiene grandes sueños para sus hijos. El sueño de Dios está tejido de los mejores sueños de todos los hombres y mujeres: la paz, la justicia, la unidad, la fraternidad, la dignidad de sus hijos, etc. Estos son también los sueños de nosotros los Obispos y de toda la Iglesia de México ¡No dejemos de soñar y trabajar para que estos sueños se hagan realidad!” (189).

*Mons. Felipe Arizmendi es obispo emérito de San Cristóbal de las Casas, Chiapas.

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Publicado originalmente en Zenit

Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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