Participa cada lunes a las 21:00 horas (tiempo del centro de México) en La Voz del Obispo en Facebook Live. Este lunes 30 de mayo podrás conversar con el autor de este texto, Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza, Obispo Auxiliar.
Celebrar la Ascensión de Jesús a los cielos es celebrar la glorificación de su humanidad y recordar que por Jesús y en Jesús, tenemos la esperanza de llegar, también nosotros, a donde él, nuestra cabeza, ha llegado ya: la gloria del cielo. A partir de la ascensión, Cristo “está sentado a la derecha del Padre”.
“Por derecha del Padre entendemos el honor y la gloria de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, están sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (cf. San Juan Damasceno, f. o. 4, PG 94, 1104C, citado por Catecismo de la Iglesia católica no. 663).
Durante los cuarenta días que precedieron a la Ascensión, Jesús Resucitado, con diversas apariciones, estuvo confirmando a sus discípulos y a sus apóstoles en la fe, fortaleciéndolos en la esperanza y alentándolos para la misión que les encomendaría antes de subir al cielo, misión que es de toda la Iglesia y, por lo tanto, también nuestra: “Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15).
Los Hechos de los Apóstoles nos refieren que los discípulos se quedan fijamente mirando al cielo mientras Jesús se va elevando. Esta actitud es para nosotros una clara invitación a mantener fija la mirada en Cristo, a recordar que estamos llamados a una vida que trasciende la realidad presente y a heredar los bienes eternos. Somos peregrinos en el mundo, pero en búsqueda de una patria que está más allá de esta tierra, pues donde Cristo, nuestra cabeza, nos ha precedido, tenemos la firme esperanza de llegar también nosotros.
Sin embargo, también en los Hechos de los apóstoles narran cómo los ángeles les dicen a los discípulos: “Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch 1,11). Para nosotros estas palabras son un aliciente, una invitación y una provocación, porque al tiempo que nos aseguran que un día Cristo volverá triunfante y glorioso tal como ascendió al cielo, también nos impelen al compromiso social, a la misión evangelizadora de la Iglesia y al testimonio de la fe.
Así lo hemos insistido con la más profunda convicción los obispos en la visita pastoral que estamos haciendo a las parroquias de la Arquidiócesis de México. ¡Es cierto que aspiramos a la gloria futura!, pero también es cierto que no podemos desentendernos de la marcha del mundo y de la transformación de nuestra propia persona y de nuestra sociedad desde el Evangelio. De ahí el mandato misionero de Jesús: “Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda creatura” (Mc 16,15).
Que Cristo, glorificado a la derecha del Padre nos fortalezca para ser testigos gozosos de su Resurrección. Que con Él crezca nuestro espíritu misionero para comunicar a nuestro prójimo la buena nueva del amor de Dios, el cual es capaz de transformar los corazones y el rumbo de la vida, de las familias y de la sociedad. Así nos ha exhortado el Papa Francisco: Los cristianos tienen el deber de anunciarlo [el evangelio] sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción” (Evangeli gaudium n. 14).
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