Uno de los frutos más bellos y necesarios que el alma puede disfrutar cuando vive en comunión y amistad con Jesús, es la paz del corazón. Una paz que alegra y el alma y le da fuerzas para caminar en la vida con entereza, valor, confianza y esperanza, aún en medio de tropiezos y dificultades, desasosiegos y preocupaciones,  oscuridades, dolores o enfermedades.

La paz del corazón viene, en primer lugar, de la fe en el Señor, como lo dice Jesús mismo en el evangelio de san Juan: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí” (Jn 14,1). Sólo la fe en Dios puede darnos razones para confiar y para pacificar el corazón.

Por eso, el camino de la paz interior se construye, en primer lugar, “creyendo y confiando” en Jesús. Si creemos en él, aunque pasemos por cañadas oscuras, el corazón no se hundirá en la turbación ni en la desesperanza.

 ¡Qué sorprendente es escuchar al Señor Jesús que nos dice: “¡No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí!” (Jn 14,1). No nos cansemos de repetirle a nuestro interior estas palabras todas las veces que sea necesario.

Es altamente significativo que, precisamente, cuando se acercaban las horas más dramáticas y desgarradoras para Jesús y para los suyos: la pasión y la cruz, él les diga: Mi paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde (cf. Jn 14,27). De aquí podemos concluir que la paz no siempre significará ausencia de dolor o de conflicto.

 Hay muchas situaciones en la vida que, sobrellevadas sin Jesús, tienden a arrebatarnos la paz y a sumergirnos en el descontento, la inquietud o la turbación interior.

Suele quitarnos la paz el temor, sea el temor al rechazo de los demás, a la crítica, al abandono o a la pérdida de alguien o de algo; pero también el temor a fracasar, a no poder realizar adecuadamente lo que se nos confía, a sufrir, a ser lastimados, a carecer, en algún momento dado, de algún bien que nos haga falta.

En algunas ocasiones experimentamos también el temor frente a nuestras fragilidades, nuestros defectos, nuestras posibles reacciones o caídas, el temor a no tomar las decisiones más acertadas y hacernos daño a nosotros mismos y a otras personas.

Lógicamente, también el sufrimiento de quienes nos rodean, particularmente de las personas más cercanas y amadas nos genera temor y podría arrebatarnos la paz.

¿Cómo vivir en la paz? Son muchas las respuestas que, a partir de la Palabra de Dios, particularmente del Evangelio, podemos encontrar. Aquí mencionaremos sólo unas cuantas:

a) La fe y la confianza en la cercanía de Dios

Si alimentamos en nosotros el pensamiento y la inamovible convicción de que Dios está presente en nuestra vida, que vela por nosotros, que nos acompaña siempre y que nos ha manifestado su amor y su cercanía a través de su Hijo Jesús, nunca nos sentiremos solos, sino sostenidos por Jesús.

b) El abandono en las manos de Dios

El abandonarnos en las manos de Dios y  descargar todas nuestras preocupaciones en su providencia es una fuente fecunda de paz interior. Sólo quien cree y confía plenamente en Él puede abandonarse por completo.

c) La oración confiada

Un baluarte eficaz de la paz es la oración serena y confiada porque ella nos ayuda a mantener nuestros corazones apoyados sobre el corazón de Dios.

d) Misericordia con nosotros mismos

Siempre es necesario reconocer nuestras faltas con humildad y dolor de corazón, pero también, procurar mirarnos con los ojos de Cristo, con el mismo amor con que él nos mira a nosotros y los demás. Es necesario ser pacientes con nosotros mismos y con nuestro prójimo, ello nos ayudará a mantener el corazón en paz.

e) La paciencia

Necesitamos paciencia con nosotros mismos, paciencia con los demás, paciencia en el trabajo, en el apostolado. Cuando intentamos violentar procesos para acelerar resultados, ya sea de nuestra persona, de los demás o de los proyectos apostólicos o profesionales, es muy probable que perdamos la paz.

f) Vivir amando y sirviendo a los demás

g) Tratar de vivir fiel y generosamente la vocación, la misión que a cada uno Dios nos ha dado esta vida.

Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza

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