La fe es una experiencia viva, cuya fidelidad implica un continuo salir de nosotros mismos para seguir a Jesús que nos invita a amarlo desde nuestro prójimo, desde las exigencias de realidad que tenemos enfrente, desde el anuncio de su Evangelio; por eso, la fe cristiana es una experiencia continua de renovación que todos estamos llamados a vivir.

Esto pareciera contradecirse con la doctrina de la Iglesia que nos llama a creer en las verdades eternas contenidas en la Sagrada Escritura, explicadas en la actualidad por el magisterio y vividas en la Tradición de la Iglesia. Es decir, si estas verdades son eternas, y ya no cambiarán, entonces ¿por qué tendríamos que renovarnos? ¿No bastaría defender la Tradición de la Iglesia y custodiar las verdades de fe?

La constitución sobre la Divina Revelación (DV) que nos ofrece el Concilio Vaticano II nos ayudan a comprender esta doble fidelidad que hemos de vivir; en ella se nos enseña como por la Revelación, “Dios invisible, movido por su gran amor, habla a los hombres como amigos, mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2).

Este diálogo que Dios ha querido sostener con los hombres se ha realizado por obras y palabras a lo largo de la historia de la salvación, ha llegado a su culmen en Jesucristo y se transmite a través del depósito de la fe que está contenido por escrito en la Sagrada Escritura y recogida en nuestro credo, ritos y creencias, en la Tradición.

Sin embargo, el diálogo sigue vivo, no es “una pieza de museo”, sino un diálogo continuo, amoroso, encarnado por el cual Dios sigue invitando al hombre a ser sus hijos y miembros de su Pueblo Santo.

Por lo tanto, si Dios sigue hablando a la humanidad, la Iglesia está llamada a ser “servidora de este diálogo”, no su dueña, sino su sierva. Es Dios quien sale a encontrarse con nosotros, es Él quien habla al corazón del hombre y si queremos ser fieles a Él, hemos de ser sus instrumentos que anuncien, acerquen y hagan vivo este diálogo divino.

Para lograr esta misión hemos de atender las verdades del depósito de la fe, Sagrada Escritura y Tradición guiados por el magisterio; pero también hemos de escuchar a los hombres, para comprender cómo las verdades eternas contenidas en este depósito pueden servirnos para mantener vivo y actual el diálogo que Dios sostiene con sus hijos.

Así podemos comprender que nuestra fidelidad a las verdades eternas, reveladas por Jesucristo, no significa vivir con nuestros ojos en el pasado, sino más bien en el presente, pues es en nuestra historia actual donde Dios sigue dialogando con los hombres para realizar su salvación.

Por tanto, la fidelidad a nuestra identidad, nuestra historia y Tradición, va íntimamente unida a la fidelidad a la misión, al anuncio renovado, a la palabra significativa y actual que sirve al único diálogo divino que brota de Dios.

El Papa Benedicto XVI le llamaba a este movimiento, la “hermenéutica de la reforma”, es decir vivir la renovación dentro de la continuidad del único sujeto que es la Iglesia; ésta es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permanece siempre el mismo y único sujeto que es el Pueblo de Dios peregrino hasta la casa del Padre.

De esta manera, la renovación pastoral que hemos estado impulsando en la Arquidiócesis no es discontinuidad ni ruptura con lo hasta ahora caminado, más bien fidelidad a la misión encomendada por Jesús que quiere continuar haciendo presente el amor misericordioso del Padre en medio de esta ciudad tan compleja, tal como lo ha hecho esta Iglesia de la Arquidiócesis de México desde hace casi 500 años.

Sin duda, es necesario renovar la Iglesia para seguir siendo fieles a las verdades eternas que Dios ha puesto bajo nuestra custodia. Que María Santísima de Guadalupe guíe nuestros pasos y custodie nuestros corazones para que permanezcamos fieles a su Hijo.

Más artículo: ¿Qué estás dispuesto a hacer por tu Iglesia? (desdelafe.mx)

Mons. Héctor M. Pérez

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