Con el Concilio Vaticano II se restableció el Diaconado Permanente en la Iglesia, sin embargo, sigue siendo una vocación desconocida por muchos. Las necesidades pastorales de la Iglesia dieron como resultado que los laicos y las personas de vida consagrada se involucraran más en funciones pastorales, actuando extraordinariamente como auxiliares de los Obispos en su función de enseñar y santificar, así mismo, se restaura el diaconado como ministerio ejercido en forma permanente. Los obispos y los presbíteros, por la ordenación reciben la gracia de actuar como sacramento de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia, en cambio los diáconos por la gracia del sacramento representan a Cristo Siervo, cumpliendo una triple función: el ministerio de la palabra, de la liturgia y de la caridad.
«Los diáconos, que reciben la imposición de las manos «no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio». Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo: “Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos”». (LG 29)
Aunque su ministerio está vinculado la servicio no debemos ignorar la génesis de la diaconía en las primeras comunidades cristianas; la Iglesia elige de entre los hermanos, a siete varones para que sirvan y asistan a los pobres y más vulnerables de la comunidad:
«Por aquellos días, debido a que aumentaba el número de los discípulos, los creyentes de origen helenista se quejaron contra los de origen judío, porque sus viudas no eran bien atendidas en la distribución diaria de los alimentos. Los Doce convocaron a todos los discípulos y les dijeron: – No está bien que nosotros dejemos de anunciar la palabra de Dios para dedicarnos al servicio de las mesas. Por tanto, hermanos, elijan de entre ustedes, siete hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales encomendaremos este servicio, para que nosotros podamos dedicarnos a la oración y al ministerio de la palabra». (Hch 6, 1-5)
El diaconado surge por la necesidad que tenía la comunidad de atender a los más vulnerables, de ahí su naturaleza como servidores de la caridad, sin embargo, cabe mencionar que, para esta tarea, no eligieron a cualquier persona, ya que no se trataba de una servicio trivial, no se pretende cumplir únicamente con un requisito o una exigencia social, se trataba de servir en el amor, por eso eligen hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, hombres que tuvieran el espíritu de Cristo, para servir en la caridad.
En el ministerio de la caridad los diáconos deben configurarse con Cristo Siervo, al cual representan, y están sobre todo «dedicados a los oficios de caridad y de administración». Por ello, en la oración de ordenación, el obispo pide para ellos a Dios Padre: «Estén llenos de toda virtud: sinceros en la caridad, premurosos hacia los pobres y los débiles, humildes en su servicio… sean imagen de tu Hijo, que no vino para ser servido sino para servir». Con el ejemplo y la palabra, ellos deben esmerarse para que todos los fieles, siguiendo el modelo de Cristo, se pongan en constante servicio a los hermanos. (DMVDP 38)
La Arquidiócesis de México cuenta con varias generaciones de Diáconos Permanentes, y han sido de gran ayuda en las tareas pastorales y de evangelización de nuestra iglesia particular. El diaconado no llega como sustituto del presbiterado, ni como amenaza del laicado, sino como uno que anuncia de palabra, y con hechos, la caridad.
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