La voz del Obispo

Contemplar y servir a Cristo en los pobres

Recuerdo que hace algunos años, siendo aún seminarista, escuché del profesor de pastoral el relato de una anécdota suya que, en el momento, me pareció poco clara, pero que con el tiempo he podido profundizar, comprender y valorar en su significado y en su intención más profundas.

Sucedió que a este prestigiado profesor, un grupo de religiosas bien intencionadas, anhelantes de un momento de encuentro profundo con el Señor, le pidieron que les predicara un retiro, orientado fundamentalmente al crecimiento en la oración contemplativa.

El padre aceptó gustoso la invitación de las religiosas, pero extrañamente, a la hora de fijar el lugar para el retiro, no eligió un eremitorio o un monasterio  alejado en las montañas o en los bosques. Escogió más bien una de las ciudades perdidas de nuestra gran urbe.

Una vez llegados al sitio señalado, el predicador dio inicio al retiro  limitándose a indicar con convicción y firmeza a las religiosas: “Helo aquí: contemplen el rostro de Cristo”, refiriéndose con ello a los pobres que vivían en aquella zona, azotada por el silicio de la miseria más humillante y escandalosa. Todo el retiro consistió exclusivamente en aquel “ejercicio contemplativo”.

 Pienso que la intención del profesor al contar aquella anécdota a los seminaristas era muy clara: enseñarnos que en los pobres podemos y debemos encontrar el rostro doliente de Cristo, y que en el amor y el compromiso para con ellos, crece y se fortalece el encuentro vivo con el Redentor.

 Quizás esta pequeña anécdota pueda ayudarnos también hoy a nosotros, discípulos de Cristo, que caminamos con el deseo ardiente y constante de “ver a Jesús” (cf. Jn 12, 21), a entender que Cristo está presente y vivo en el rostro y en las necesidades de los más pobres y marginados. Ser “contempladores del rostro de Cristo” implica, entre muchas otras cosas, no cerrar ni los ojos ni el corazón ante tanta miseria e indigencia que nos rodea.

Los evangelios nos muestran con claridad que en la vida de Cristo existió una opción, no exclusiva ni excluyente, pero sí preferencial por los pobres y los marginados. De hecho, entre los criterios de discernimiento que determinaron las decisiones y acciones de Jesús durante toda su vida, se encuentran precisamente su ser pobre y su solidaridad para con los pobres y pecadores.

Jesús no quiso hacer el bien desde una cómoda situación de privilegio y dominación que conservara las diferencias (=“beneficencia”), sino desde la “desinstalación” y la solidaridad, especialmente para con los pobres, los pecadores, los marginados sociales y religiosos, los desgraciados y miserables de su época.

Así pues, optar por Jesús, implica necesariamente hacer nuestros sus opciones, criterios y preferencias. Desde esta perspectiva, los pobres son un sacramento en la dimensión de evangelio, en ellos se cuida, se ama y se sirve –o se olvida y maltrata- al mismo Cristo (Mt 10, 42; 25, 40. 45), en ellos contemplamos el rostro doliente del Hijo, en ellos podemos “tocar las llagas del Redentor” y ellos constituyen la garantía de nuestra fidelidad a Dios y de la entrada en el Reino de los cielos, al grado que san Vicente de Paul decía:

 Los pobres son nuestros señores y nuestros patrones. ¡Y son de verdad grandes señores! A ellos les corresponderá abrirnos la puerta del paraíso, como está dicho en el Evangelio. Por eso estamos obligados a servirles con respeto y con devoción como a nuestro señores, pues ellos representan a la persona misma de Cristo, nuestro Señor […][1]

En consecuencia, sin ningún tipo de eufemismos ni de componendas, podemos afirmar categóricamente que uno de los “termómetros” más eficaces para medir nuestra “temperatura espiritual” es, precisamente, el amor preferencial y el compromiso real y efectivo (no sólo “afectivo”) para con los pobres. 

Nuestra Iglesia arquidiocesana se prepara para su asamblea diocesana, reflexionando acerca de cómo podemos llevar el evangelio y transmitir el amor de Dios a cuatro destinatarios prioritarios de la pastoral: los pobres, los alejados del influjo del evangelio, los jóvenes y las familias. Con esta finalidad recientemente se ha celebrado un foro diocesano acerca de los diversos y lacerantes rostros de pobreza de miles de personas que sufren en nuestra Arquidiócesis.

Que el Señor, que nació y vivió como pobre entre los pobres, nos ayude a encontrar caminos, y sobre todo, a asumir compromisos concretos, audaces y llenos de amor en el servicio a quienes más nos necesitan: los enfermos, los marginados, los excluidos, los presos, los migrantes, los que se debaten entre la vida y la muerte sin posibilidades de atención médica, los que mueren de desnutrición, los que en estos días de invierno fallecen a causa del frío (sin posibilidades, ni siquiera remotas de una vivienda), los desempleados, los padres y madres de familia que ven morir a sus hijos por falta de recursos, la niñez explotada (laboral o sexualmente), los tóxico-dependientes, las personas que viven sumergidas en la depresión o en la desesperanza, quienes sufren persecución, etc.

[1] P. COSTE, Le grand saint du grand siècle. Monsieur Vncent,  Paris 1932, 332.

Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza

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