La Cuaresma se caracteriza por ser un tiempo litúrgico en el que el llamado a la conversión está presente de una manera muy especial y enfática. Desde el Miércoles de Ceniza recibíamos esta invitación, pero al mismo tiempo se nos daban las herramientas para entrar en el combate de la fe: ayuno, oración y limosna. Justo estas tres armas son las que utiliza Jesús para afrontar y vencer las tentaciones en el desierto. El evangelio nos dice que Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre[1].
Entonces el diablo le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús contestó: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”.
No es que alimentarnos sea malo, al contrario, es algo muy natural y necesario para sobrevivir en este mundo, pero Cristo viene a mostrar una vida que no se acaba, y por eso nos presenta un alimento nuevo, por encima del terreno, un alimento que no perece. Cuando la iglesia nos invita en las prácticas cuaresmales a privarnos del alimento, no es porque tengamos que sufrir y ser “medio faquir”, sino que es para resaltar el alimento de la palabra que sale de la boca de Dios.
Son varios los pasajes en los que vemos a Cristo retirarse para orar en privado, lo cual era fundamental para llevar a cabo el plan de salvación que el Padre había pensado.
Para poder entrar en la Pasión, Jesús tiene que apoyarse en su Padre, pasar a la fe, a través de la oración. El diablo del dice: «Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, porque está escrito: “los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras”. Pero Jesús le respondió: “También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios’».
La oración, así como la fe, requiere de un impulso de confianza y abandono, por el cual el hombre renuncia a apoyarse en sus pensamientos y sus fuerzas, para abandonarse a la palabra y al poder de aquel en quien cree. Cristo acepta el camino de la Cruz para salvar a la humanidad, apoyándose en Aquel que lo puede todo, y nos invita a seguir su ejemplo, entrar en diálogo con el Padre, para poder afrontar y aceptar aquello que supera nuestras fuerzas.
«A mí me ha sido entregado todo el poder y la gloria de estos reinos, y yo los doy a quien quiero. Todo esto será tuyo si te arrodillas y me adoras”. Jesús respondió: “está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás”. Hablar de la limosna, no es dar lo que me sobra, sino practicar la caridad con los demás, el Catecismo de la Iglesia Católica menciona que: «Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no le impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto».[2] Poner por encima de los bienes materiales el amor a Dios y al prójimo, es la verdadera caridad, la misma que estamos convocados a vivir. Cristo se despojó de todo, incluso de si mismo, solo por amor, sin esperar una recompensa o un agradecimiento, simplemente amando.
Las prácticas cuaresmales no tienen como objetivo complicarnos la vida, o generar en nosotros una carga; quizá alguno podría pensar que tenemos que sufrir, como si con nuestras privaciones pudiéramos pagar el sacrificio que Cristo ha hecho por nosotros en la Cruz, cuando en realidad, estas prácticas, junto con la abstinencia, son una ayuda para adquirir el dominio sobre nuestros instintos, y la libertad del corazón.[3] Vivamos las prácticas cuaresmales con el corazón puesto en la Pascua, esperando la resurrección del Señor.
[1] Cf. Mt 6,1-6; Lc 4,1-13
[2] CEC 2545.
[3] Cf. CEC 2043
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