En tiempos pasados se hablaba con más soltura del infierno. Había en Roma un santo sacerdote que acompañaba al suplicio a un asesino de la peor calaña, que rehusaba a arrepentirse, se burlaba de Dios y blasfemaba en su camino al cadalso. El padre había agotado todos los medios para que el reo se arrepintiera. Había llorado por él, se había echado a sus pies suplicándole que aceptara el perdón de sus crímenes; le mostraba el abismo en el que estaba a punto de caer. A todo ello el asesino respondía con más blasfemias e insultos. Luego de la ejecución, cuando la cabeza rodó por el suelo al golpe de la cuchilla, el sacerdote, lleno de dolor e indignación, para darle una lección a la muchedumbre que asistía a la condena, cogió por los cabellos la ensangrentada cabeza y presentándola a la multitud dijo con voz enérgica: “¡Mirad! ¡Mirad bien!; ¡he aquí la cabeza de un condenado!”
Hemos pasado de épocas en las que se escuchaban atronadores discursos sobre el infierno, a tiempos en los que a todo el mundo se le envía al cielo. Recuerdo a un amigo sacerdote que en el funeral de un narcotraficante asesinado, dijo a los dolientes que seguramente el difunto ya estaba en el cielo, haciendo alusión al hecho de que le habían dejado caer la lluvia de plomo alrededor de las tres de la tarde, hora en que Cristo murió en la cruz. Muchos feligreses quedaron disgustados con la “caridad” del párroco.
Muchos sacerdotes cometemos el error de evitar hablar, en nuestras homilías y catequesis, de la realidad del infierno. Cristo no evitó el tema; es más, habló más del infierno que del cielo. El tema puede ser incómodo para el predicador; el mundo quizá lo juzgará de medieval y oscurantista. Sin embargo es un tópico crucial para comprender no sólo las consecuencias eternas que pueden tener nuestras decisiones libres sino también para comprender la misteriosa naturaleza del pecado, así como para apreciar la santidad, la pureza y la justicia de Dios.
“No es un dogma, sólo mi opinión: me gusta pensar que el infierno esté vacío. Espero que lo esté”. Fueron palabras espontáneas del papa Francisco en una entrevista para un programa italiano de televisión. Como el pontífice, yo también quisiera que el infierno estuviera vacío, pero lamentablemente un infierno vacío no es posible.
En el infierno gimen, en diversos grados de dolor eterno, muchos ángeles que fueron creados buenos, pero que libremente se convirtieron en demonios al rehusar la gracia que Dios les ofrecía. El infierno se creó con el rechazo de las criaturas al amor divino, lo que nos dice que Dios toma muy en serio nuestra libertad. Desear un infierno vacío es desear que Dios no nos hubiera creado libres, o que su misericordia nos alcanzara a todos, pero eso no lo sabemos. Es un secreto del corazón de Dios.
El infierno es, quizá, el tema más polémico y el que causa más escozor en muchos teólogos y sacerdotes de nuestro tiempo, que difícilmente encuentran posible compaginar la infinita misericordia de Dios con su infinita justicia. Hay misterios que la razón no entiende, pero que el alma creyente asume por la divina Revelación.
Quedar eternamente apartado del amor de Dios es una posibilidad real en la vida una persona. Si no fuera así, ¿qué sentido hubiera tenido el Sacrificio redentor de Jesucristo, si todos, tarde o temprano, habríamos de entrar en el cielo sin pasar por el arrepentimiento de nuestros pactos con el mal? Cristo no habló del infierno para asustarnos, sino para que tomáramos en serio nuestro proceder en esta vida.
Como Iglesia, nuestra misión es que todos vayan al cielo y que nadie sufra la condenación eterna, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Sin embargo el Catecismo enseña que «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).
Muchos de nosotros hemos sabido de muertes espantosas, repentinas y de personas que nos parecieron realmente malvadas. Aparentemente esas almas están perdidas. Personas que se burlaron de Cristo y de la Iglesia haciendo alarde de su ateísmo, parece que nunca tuvieron la oportunidad de entrar en sí mismos para reconocer sus deplorables costumbres y pedir perdón. ¿Qué fue de esas almas que estaban amalgamadas con el mal? La Iglesia nunca a declarado oficialmente la condenación de nadie, ni siquiera de Judas, aunque hay expresiones bíblicas que sugieren un fatal destino: “Más le valiera no haber nacido” (Mt 26,24); “Ninguno se ha perdido sino el que era hijo de perdición” (Jn 17,12).
Por más terribles que hayan sido las circunstancias en que murieron ciertas personas, sólo debemos orar por ellas. No sabemos lo que pudo ocurrir entre esa alma y Dios en el momento de la muerte. Roguemos siempre por los difuntos –es una obra de misericordia– y apelemos en nuestra oración a la infinita misericordia de Dios.
Texto publicado originalmente en el Blog del padre Hayen.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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