El gobierno francés legaliza el aborto en la Constitución. Es un hecho gravísimo. Así Francia se convierte en el primer país democrático en consolidar el inexistente derecho al aborto en su Carta Magna. Existían leyes del aborto –como existen en muchos países–, pero plasmarlo en la Constitución consolida esta práctica criminal como un valor fundamental de la nación. El aborto pasa a ser parte del alma nacional, por lo que difícilmente los médicos podrán objetar en su conciencia para no practicarlo. Es simplemente demoníaco.
Los ideales de la Revolución Francesa –libertad, igualdad, fraternidad– han quedado pervertidos. La libertad nunca será posible cuando se consolida la maldad en los usos, costumbres y leyes de un pueblo. Una nación es libre cuando el bien se custodia y se promueve. Matar a un inocente jamás será un acto libre sino un inmensamente egoísta, un acto propio de los esclavos del mal.
Francia acabó con su ideal de igualdad. Las personas no nacidas tienen un trato desigual que los nacidos, trato profundamente injusto porque no se les respeta el derecho básico a la vida. Los franceses de primera clase –los nacidos– son quienes deciden si viven o mueren las personas consideradas de segunda clase, que son los embriones. Así el país se convierte en una tiranía donde regresa la siniestra práctica de la guillotina, pero ahora en el vientre materno.
¿Cuál fraternidad entonces? El no nacido deja de ser un hermano o un ciudadano cuya vida hay que respetar y promover. “Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo”, dijo el Señor a Caín. ¿Qué han hecho los franceses al introducir el aborto en su Constitución? Mataron los ideales de la Revolución y cayeron en el punto más bajo de su historia.
Hubo un aplauso de dos minutos de la clase política que aprobó la decisión; salieron las feministas a hacer festejos efusivos en las calles y hasta la torre Eiffel se iluminó de manera especial para glorificar el pecado, como reconocimiento a las mujeres. Mientras que la fiesta abortista cunde por todas partes, la cólera de Dios se va hinchando contra el pueblo francés.
Cuando Moisés estaba con Dios en el monte Sinaí, el pueblo de Israel, impaciente, se fabricó un becerro de oro. La gente festejaba eufórica creyendo que ese becerro era el que los había sacado de la esclavitud de Egipto. Cuando Moisés regresó al pueblo, viendo la infamia, arrojó las tablas de la Ley sobre los hebreos, pulverizó el ídolo y se los dio a beber como castigo.
El término “cólera de Dios” no se utiliza para describir los sentimientos de furia o ira de Dios por el pecado de los pueblos. La Biblia utiliza esa expresión para hacer referencia a las consecuencias de los pecados de la humanidad. Los franceses han dejado de ser un país donde brilla la esperanza, la caída de la natalidad está en su máximo descenso y las nuevas generaciones no alcanzan a reemplazar a las viejas.
Mientras tanto, la cultura islámica ha ido creciendo lentamente en el suelo francés. Son millones de inmigrantes que hoy pueblan ese país. Basta recorrer las calles de París o subirse al metro para darse cuenta de que Francia ya no es Francia. Es un país que está siendo entregado a otros pueblos. La consolidación del derecho al aborto en la Constitución hará, paulatinamente, más trágica su situación. Esta es la ira de Dios.
Oremos por ese país y, sobre todo, por la Iglesia católica francesa, esa minoría que lucha por vivir su fe y ser fiel a Jesucristo en medio del ateísmo agresivo y del islam que va multiplicándose. Oremos también para que el tumor maligno del aborto legal no haga metástasis en nuestros países.
Se decía en la Revolución Francesa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad o la muerte”. Eliminaron a Dios como el fundamento de esos ideales hasta que finalmente también los perdieron, y ahora van muriendo lentamente.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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