En la vastedad de la comunidad católica, cada familia tiene un lugar sagrado, entrelazado con los hilos de la fe, la esperanza y el amor. Sin embargo, en ocasiones, ciertos miembros de nuestra comunidad pueden sentirse marginados o incomprendidos. Este es especialmente el caso de las familias monoparentales, cuya dedicación y sacrificio son a menudo pasados por alto en nuestras reflexiones y oraciones.
Las madres y padres solteros, por elección o por circunstancia, enfrentan desafíos significativos mientras crían a sus hijos. Más de diez millones de personas en México viven esta realidad, lo que significa que cuatro de cada diez familias en el país están encabezadas por una jefa de familia o un jefe de familia, siendo predominantemente mujeres. Nueve de cada diez familias monoparentales son lideradas por madres solas, quienes en su mayoría no reciben apoyo financiero ni respaldo emocional y físico de parte del otro progenitor para sus hijos e hijas.
Estas estadísticas son desalentadoras y no deberíamos ignorarlas. Las familias con un solo progenitor en casa representan una diversidad de situaciones: desde madres adolescentes que no formaron una pareja estable, hasta divorciadas, separadas, abandonadas o viudas que asumen solas la crianza. También incluyen mujeres cuyos esposos trabajan lejos, dejando un vacío diario en la vida familiar, sintiéndose solas en la tarea completa de educar y formar a sus hijos e hijas.
La maternidad o paternidad sin pareja es un reto que implica no solo responsabilidades financieras y emocionales, sino también un constante equilibrio entre trabajo y cuidado de los menores. La ausencia del otro progenitor a menudo resulta en un apoyo limitado y la necesidad de hacer malabares con recursos insuficientes. Estas madres y padres sacrifican su tiempo, su estabilidad emocional y, a veces, incluso su propia seguridad para garantizar el bienestar de sus hijos.
Es crucial recordar que estas familias monoparentales son parte integral de nuestra comunidad de fe. Al igual que cualquier otra familia, merecen ser acogidas y apoyadas en su caminar espiritual y material. La Iglesia, como madre amorosa, debe tender una mano comprensiva y solidaria, ofreciendo no solo oraciones, sino también acciones concretas que alivien sus cargas y fortalezcan su fe. La instalación de comedores y centros de tareas en las parroquias ha mostrado ser eficaz, proporcionando apoyo en las tareas escolares y formación en la fe. Además, es importante ofrecer acompañamiento psicológico y dirección espiritual a las madres y padres para que puedan sobrellevar mejor su rol único.
Es momento de reconocer y valorar el papel vital que estas familias desempeñan en nuestra Iglesia y sociedad. Debemos brindarles el apoyo y el respeto que merecen no solo en momentos de elecciones o actos caritativos puntuales, sino como una presencia constante y respetada dentro de nuestra comunidad cristiana.
Para los hijos e hijas, crecer sin la presencia de un padre o una madre es muy difícil y a menudo no entienden las razones de su ausencia o abandono. Frecuentemente se culpan a sí mismos por la situación y pueden sentir tristeza al pensar que no fueron importantes para sus padres, como si hubieran tenido la capacidad de retenerlos o evitar su partida.
Oremos juntos para que la luz de la comprensión y la empatía ilumine nuestros corazones y acciones hacia todas las familias, especialmente aquellas que a menudo se sienten invisibles. Que en nuestra práctica de la fe, todos puedan encontrar consuelo, apoyo y amor, reconociéndonos como verdaderos hijos de Dios que somos.
Julieta Lujambio, comunicadora, activista por los derechos de las madres solas y sus hijos e hijas, impulsora del Registro Nacional de Obligaciones Alimenticias. Miembro de TodasMX, Red Internacional de mujeres católicas, MUAC e IWF.
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