Hace algunos años salió una película llamada “¡Oh, Dios mío!”. A mí me agradó a pesar de las imprecisiones teológicas. Se trata de una visita que Dios decide hacer a la tierra en este tiempo nuestro. Dios se presenta a un simple mortal y después de pasar muchos trabajos para demostrarle que Él es Dios, por fin el mortal queda convencido y, antes que ninguna otra cosa, le lanza una pregunta: “¿por qué hay tanto mal en el mundo?”
El Dios de la película le contesta con toda tranquilidad: “No sé; yo les di un mundo bueno… ¿qué han hecho ustedes con mi mundo?”
Y, en efecto, en ese bello poema de la creación que nos encontramos en el Génesis (capítulo 1) se nos habla de la creación del mundo y del cuidado que Dios puso en ella. Y cada vez que crea algo, nos dice la Biblia que “vio Dios que era bueno”.
Dios hace las cosas bien, nos dio un mundo bueno y nos puso en Él.
El hombre no es la excepción. También fue creado bueno, pero Dios lo quiso hacer a su imagen y semejanza y, entonces, lo hizo libre, capaz de pensar y de amar. Capaz de decidir y de escoger. ¡Y el hombre escogió! Lástima que escogió mal.
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Es en la libertad mal usada del hombre donde encontraremos las raíces del mal en el mundo. Nosotros quisimos corregirle la plana a Dios y tan sólo la llenamos de tachones, mugre y desgarrones. Dios no hizo el mal; el mal es invento nuestro.
Paralela a la costa de California corre una falla geológica llamada de San Andrés. Según los geólogos, algún día esa falla provocará que una parte de la tierra firme se convierta en isla. Así en frío no suena tan mal. Pero habría que pensar en los daños humanos y materiales que ocasionará esa catástrofe. Los californianos lo saben ¡y siguen viviendo tan tranquilos sobre esa bomba que va a explotar!
La Ciudad de México, por estar sobre un eje volcánico, es propensa a sufrir terremotos. Ya nosotros vivimos la experiencia de algunos terribles que causaron pena y dolor. Algunos “chilangos” huyeron a la provincia, los demás nos quedamos.
¿Dios tiene la culpa de ese mal? ¡No! Ese mal proviene de las leyes mismas de la naturaleza que se cumplen inexorablemente a pesar de nosotros los humanos que queremos ignorarlas. Dicen que Dios perdona siempre, el hombre a veces y que la naturaleza nunca.
Cuando rompemos o ignoramos esas leyes, vienen males que llamamos físicos, que no dependen de la voluntad de nadie.
Males físicos son las tempestades, los cambios climáticos, las sequías, las plagas, las enfermedades y la misma muerte. Somos tan ingeniosos y estamos tan bien hechos, que hemos aprendido, y seguimos aprendiendo, a combatir esos males físicos y a retrasar sus efectos, pero nuestras significativas victorias no nos han hecho ganar esa guerra.
Cada vez que llevan ustedes a vacunar a sus hijos, están ganándole una batalla a la naturaleza. ¿Quién iba a pensar hace unos cuantos años que erradicaríamos la viruela?
¡Bravo por la humanidad!
El mal moral es el que depende de la voluntad humana. Es el amor a mí mismo que se impone sobre mi amor a los demás. Es la violación de las leyes divinas y de las leyes naturales. Es no hacer caso a esas leyes escritas en nuestro corazón. ¡Es el pecado!
Del pecado vienen la miseria, el hambre, la guerra, los imperialismos, las discriminaciones, la corrupción, el desempleo, la ignorancia, las dependencias, la lujuria.
¿Y qué hace Dios contra ese mal? Simplemente nos ama.
Entre los dramaturgos de la antigua Roma se usaba una frase: “deus ex machina”, que podría traducirse por “un dios fabricado a antojo del hombre”. Era un recurso que usaban algunos autores cuando sus protagonistas se encontraban en una situación insalvable, entonces hacían aparecer a un dios que los sacaba de apuros.
Dios no puede ni quiere actuar así en nuestra vida. No quiere porque nos convertiría en sus títeres, carentes de libertad, y no puede porque chocaría con esa misma libertad del hombre.
Para bien o para mal, somos libres y hacemos lo que nos da la gana. Ojalá que hagamos siempre lo que es bueno.
Respetando la libertad humana, Dios actúa en nuestras vida para nuestro bien. “No se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios” decían nuestros sabios antepasados para indicarnos que todo lo que sucede en nuestras vidas sirve a Dios para sacar el bien más importante: nuestra felicidad eterna, nuestra salvación.
Dios actúa en el hombre sobre todo internamente. Tocando con su divino dedo el corazón de los que hacen el mal y llevándolos a la conversión. Dando fortaleza a las víctimas para que de su dolor salgan más fuertes, más maduros. Dando sentido al sufrimiento humano y haciéndolo redentor de la misma humanidad.
“Pórtate bien y que te vaya como te portas” dicen por allí, y es una realidad. Si yo vivo pendiente de hacer la voluntad de Dios, tendré una vida ordenada y seré feliz, a pesar del dolor que ponga en mi vida la mala voluntad del que no es honesto.
Dios actúa a través de las obras de la gente buena. Y esas obras alivian y, a veces, vencen el mal del mundo.
¿Qué hace Dios ante el mal del mundo?, ¡¿Qué hacemos nosotros?!
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