La Cruz. Foto: Cathopic
“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo el dominio de la ley, para librarnos del dominio de la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios” (Ga 4, 4-5).
El Verbo de Dios, encarnándose en el seno virginal de María asume en sí la naturaleza humana, llegando a ser verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios. San Pablo lo explica: “El cual, siendo de condición divina (…) se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2, 6-8).
Precisamente, por haber asumido la naturaleza humana, Cristo murió realmente en la Cruz, allí su cuerpo y alma fueron separados el uno del otro, experimentando el estado de muerte (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 624).
Cristo murió en la Cruz, no “a pesar” de ser Dios, sino porque la persona del Hijo, el Verbo, asumió todo lo humano menos el pecado, y por lo tanto su cuerpo fue capaz de padecer los sufrimientos y la muerte.
San Juan Pablo II, en el marco de una Audiencia General lo explicaba así: «Él (Cristo) era verdadero hombre: “El Verbo se hizo carne”, y “carne” (“sarx”) indica precisamente el hombre en cuanto ser corpóreo (sarkikos), que viene a la luz mediante el nacimiento “de una mujer” (cf. Gál 4, 4).
En su corporeidad, Jesús de Nazaret, como cualquier hombre, ha experimentado el cansancio, el hambre y la sed. Su cuerpo era pasible, vulnerable, sensible al dolor físico. Y precisamente en esta carne (“sarx”), fue sometido Él a torturas terribles, para ser, finalmente, crucificado: “Fue crucificado, muerto y sepultado”» (03-II-1988).
Por último, la consideración de la Muerte de Jesús en la Cruz nos ha de llevar a reflexionar que «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Pensemos cómo corresponder a ese amor.
*El padre Juan Antonio Vértiz Gutiérrez es licenciado en Teología Litúrgica por la Universidad de la Santa Cruz en Roma y Director Espiritual del Seminario Hispano de Santa María de Guadalupe.
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