“Hoy celebré Misa por Don Hernán Cortés y, de paso, pedí también por Doña Marina”, me decía hace ya algunos años un amigo sacerdote y, en seguida, me explicaba que hay un patronato fundado por Don Hernán Cortés que se encarga de atender el Hospital que fundó con su capital económico y que ese patronato acostumbra mandar celebrar Misas por su fundador.
Así es que, quinientos años después, un sacerdote sigue celebrando Misas por el eterno descanso de ese hombre tan controvertido.
Yo pido, con frecuencia, por mis abuelos y eso que a dos de ellos no tuve la suerte de conocerlos, pero me basta saber que mi papá los amaba mucho para yo también amarlos.
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Cuando celebramos Misa en la parroquia vemos que hay difuntos por los que sus familiares siguen pidiendo después de muchos años.
Y no sólo pedimos por nuestros conocidos difuntos, tenemos la profunda convicción de orar por todos los difuntos.
Me tocó ser párroco en uno de esos hermosos pueblos del sur de nuestra Ciudad en donde hay rancias raíces sumidas en el mundo indígena e injertadas en la primera evangelización. Allí vi conmovedoras escenas de amor a los fieles difuntos. En la víspera de los días de muertos todo el pueblo acude al panteón a limpiar, enflorar y alumbrar las tumbas de sus seres queridos. No falta por allí alguna tumba abandonada porque los familiares del muertito ya no viven o se han ido del pueblo, entonces los vecinos se dan a la tarea de limpiar, enflorar y alumbrar la tumba abandonada y a la tarea de hacer oración por ese muertito al que a lo mejor ni conocieron. No cabe duda de que estas buenas gentes aprendieron en la práctica la obra de misericordia que nos dice “orar por vivos y difuntos”. Pedir por un difunto es una obra de caridad.
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¿Por qué pedimos por los difuntos? Creo que todos lo sabemos. Pedimos porque nuestras oraciones son obras buenas que Dios toma en cuenta para que los que están en el purgatorio puedan ir, adornados por nuestros actos de amor, al encuentro de Dios en el cielo.
Recordemos que, después de la muerte, comienza la eternidad que no se mide por relojes ni calendarios. Allí el tiempo no existe. Por lo tanto, pedimos por nuestros difuntos mientras los recordemos. A mí me gustaría que alguien pidiera por mí a lo largo de los años; ¡Me va a hacer mucha falta!
*El padre Sergio Román es sacerdote de la Arquidiócesis Primada de México.
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