Una inmensa mayoría de los bautizados ya no asiste a Misa los domingos –quizás un noventa por ciento– y, sin embargo, ellos mismos se siguen considerando como católicos y miembros de la Iglesia porque cumplen con la tradición de Bautizar, Confirmar y dar la Primera Comunión a sus hijos y porque, esporádicamente, van al templo a alguna celebración o cumplen con algún compromiso de religiosidad popular. Ellos no se dan cuenta de que han abandonado su Iglesia, ni es su intención hacerlo.
Hay otros a los que les gusta tomar conciencia de sus actos y definir su situación de una forma clara, y han llegado a la conclusión de que ellos creen en Dios, pero no creen en la Iglesia.
Se convencen a sí mismos de que basta con ser una persona honesta para estar bien con Dios y de que la Iglesia no es necesaria para ser cristiano. Una vez convencidos, viven de acuerdo con su doctrina y se alejan de las prácticas comunitarias y de la vida parroquial.
La parábola de Jesús nos habla de una oveja perdida, y de noventa y nueve que se han quedado. Ante nuestra realidad, sentimos que la proporción se ha invertido; noventa y nueve se han perdido, y una ha quedado fiel.
Hemos perdido a las masas. Nos estamos convirtiendo en un redil de ovejas de concurso, finísimas, sin mancha y merecedoras de que les añadamos el prefijo “súper” a su condición. Son súper ovejas.
En nuestras parroquias militan estos súper laicos mejor formados, más motivados, verdaderamente fieles y más católicos que el párroco. Son poquitos, pero son de primera. Pensamos que a lo mejor hemos perdido cantidad, las “masas”, pero hemos ganado en calidad; son menos, pero mejores.
No sé si algún día podremos volver a llegar a las “masas”, pero a veces nos da la impresión de que ellas también creen en Dios, pero no en la Iglesia.
En los últimos años ha habido sacerdotes notoriamente dañinos para su comunidad; nuestros enemigos los exhiben y generalizan. Desacreditan a la Iglesia.
Pero no siempre son los crímenes sacerdotales los que alejan a los fieles de la Iglesia; les basta la mala educación, el maltrato, la falta de testimonio en la pobreza, la falta de presencia. Todo eso aleja, sobre todo si la fe del pueblo no está ilustrada, y no lo está.
La Iglesia nos invita a volver a ser una Iglesia misionera. Que el párroco y sus súper laicos sean capaces de hacerse presentes en medio de los hombres y caminar con ellos por la vida.
Necesitamos ofrecer y dar un encuentro vivo con Jesús a través de una oración encarnada en la realidad de los hermanos.
Necesitamos ayudar a nuestros fieles a dar razón de su fe.
Necesitamos hacerlos sentir como en su casa en donde son bien recibidos, aceptados y amados.
Necesitamos hacer sentir a los fieles que son útiles y necesarios en la acción misionera de su comunidad.
A nuestros hermanos que piensan que se puede creer en Dios, pero no en la Iglesia, los invitamos a reflexionar en el porqué de Cristo al fundar su Iglesia.
Los primeros cristianos, en ejemplo de los apóstoles, estaban seguros de que era Dios mismo el que añadía a los fieles a la comunidad para que se salvaran, y llegaron a decir “fuera de la Iglesia no hay salvación”.
Con todas sus imperfecciones humanas, la Iglesia sigue siendo santa y santifica a sus miembros; cuando nos alejamos de ella perdemos los medios dados por Cristo para nuestra salvación y santificación.
No se puede ser cristiano sin Iglesia; es un absurdo.
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