La primera Navidad no tiene mucho que ver con nuestras navidades actuales. No sabemos con exactitud el día y los acontecimientos precisos que ocurrieron hace más de 2000 años cuando nació en Niño Jesús, y esto es un primer indicio, porque nos dice que se trató de un día común y corriente, de esos en los que también vivimos nosotros, un día en que cada uno tiene su quehacer propio y donde se gana la vida, un día que para muchos no representó nada más que un día más.
Pero aquel día, un par de esposos peregrinos: José y María, llegaron a la ciudad de las promesas de Dios a David (y decir ciudad es decir mucho, tal vez era un pequeño pueblecito). La mujer estaba embarazada y a punto de dar a luz. Su esposo buscaba un lugar donde resolver lo inmediato, como hacen muchos hombres y mujeres que no pueden más que vivir al día. Al final, porque no había lugar para ellos en la posada, terminaron en un establo.
María dio a luz, y probablemente el único asistente del parto fue su esposo José.
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En el día más ordinario entre los días ordinarios, en el lugar más pobre y común, con apenas dos personas como testigos, el Hijo de Dios salió revestido de la vestidura de gala de nuestra humanidad del tálamo nupcial del seno de la doncella de Nazaret para irrumpir en nuestra historia.
La madre, nos dice el relato evangélico, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre. Con todo lo que las fiestas modernas nos han hecho fantasear sobre la Navidad, si nos trasportáramos en el tiempo a aquel día santísimo, se nos rompería el corazón de la desilusión, porque de lucecitas y adornitos, nada, porque de regalos y demás elementos, cero; sólo veríamos lo que nuestros ojos humanos son capaces de mirar: a un bebe, recién nacido -rosado y arrugado– con los ojos cerrados, recostado en el lugar donde comen los animales, sin más ni más.
Pero los ojos de la fe son capaces de mirar más allá, porque los ojos de la fe son iluminados por la luz de la palabra de Dios anunciada en la Ley y en los Profetas, porque gracias al anuncio de Dios mismo sabemos que ese niño es su Hijo amado, en quien se complace, porque sabemos que Él es la respuesta de su amor infinito por nosotros, Él es el que viene a hacer ver a los ciegos, a hacer caminar a los cojos, a recobrar la esperanza a los decaídos, a consolar a los tristes, a sanar los corazones heridos, a llorar con los que lloran, a hacer suyas las caídas y equivocaciones del hombre para redimirlo y elevarlo a una dignidad mayor inimaginable y excelente.
Si nos quedamos con las navidades de hoy, tal vez muchos no encajemos, sea porque simplemente no tenemos dinero, o porque no está al alcance de la mano una digna celebración, o porque los tiempos de dolor -como humanidad por la pandemia- o personalmente por una tragedia personal o familiar, simplemente no van en consonancia con el pregonado espíritu de la Navidad. Así, ¿qué nos queda? Sólo la depresión, el desánimo, la nostalgia y la amargura.
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Si nos quedamos, en cambio, con la primera Navidad (que no por primera es más vieja, al contrario, es la Navidad siempre nueva y siempre plena) nos será suficiente para no perder la fe y la esperanza, porque con el nacimiento del Hijo de Dios nace la certeza de que nunca estaremos solos, que ha venido el que da salud, alegría, paz, seguridad, consuelo, esperanza, que ha nacido el que viene a los días ordinarios de nuestra vida, a los días comunes y corrientes donde hacemos la vida y donde nos sucede de todo, a los días donde somos felices y también donde nos entristecemos, a los días donde todo es salud y alegría y a los días donde también hay dolor y fracaso y duelo.
Queridos cristianos que han sufrido por cualquier causa, que han experimentado la impotencia y el vacío, la tristeza y el desencanto, el dolor y la enfermedad: en el “Belén de los problemas” nace el mismo niño que nació en el Belén hace más de 2000 años, con el mismo objetivo, nació para los que sufren, los que lloran, lo que están tristes y desconsolados, nació para decirte que vino a poner su morada junto a la tuya y para estar siempre ahí, a tu lado.
Deja a un lado la fantasía y los ensueños de las navidades sentimentales que sólo son fecha de calendario, abre tu corazón al que viene a decirte: “‘vengan a mí ustedes los que están fatigados y agobiados por la carga que yo los aliviaré y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón’, véanme en la pobreza de un pesebre, en la pequeñez de un niño, en los brazos amorosos de una pareja de padres jóvenes que han sufrido el desprecio y la marginación, y todo por ti, para decirte que vengo a estar contigo, en las buenas y en las malas, y más en las malas, porque sé lo que sufres y vine a liberarte de los estragos que el mal y el pecado han hecho en tu vida.”
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Hay Navidad para el que sufre por un ser querido que hace poco murió, hay Navidad para quien llora por un familiar gravemente enfermo en el hospital, hay Navidad para quien ha fracasado económicamente o ha perdido su trabajo, y hay Navidad porque hay muchos consolando a los tristes, porque hay muchos cuidando a los enfermos, porque hay muchos que están dando su vida por los demás; hay Navidad porque aquel que ya no está y que es por el que lloras, está celebrando la alegría eterna de la Navidad en el festín que tiene lugar allá, en el cielo, por el efecto que tuvo el que Dios se haya hecho hombre y ese efecto es que el hombre haya podido ser como Dios. Así que, para todos, especialmente para los que sufren: ¡Feliz Navidad!
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