Te invito a hacer un experimento. Llena una mochila con algo de peso, no mucho, pero lo suficiente para que lo puedas apreciar. Con ella a la espalda, camina por 20 minutos. Si no estás acostumbrado al ejercicio, te cansarás un poco, pero seguro lo lograrás.
Descansa lo suficiente y recupérate. ¿Listo? Usa ese mismo peso, tenlo a la espalda el mismo tiempo que caminaste, pero ahora de pie, sin moverte. No muevas siquiera los pies, permanece quieto. ¿Resultado? Te cansarás mucho más que si te hubieras movido.
La quietud acalambra, pesa, cansa. Los músculos se entumen y cosquillean. Por eso aun dormidos necesitamos movernos.
A muchos les pesa la cruz de cada día, pero valientemente se niegan a soltarla, su actitud es buena, pero se han quedado con la mitad de la frase, porque recuerdan muy bien lo de “tomar la cruz” pero se olvidan del “seguir”. Jesús dijo que el que quisiera ser su discípulo tomara su cruz y lo siguiera, no que se quedara quieto.
Por eso a veces la cruz parece que pesa más de lo que debiera, por la actitud estática y no de seguimiento.
Sufrir por sufrir no tiene ningún sentido, hacerlo por amor, sí. Una cruz que nos ata y nos inmoviliza llega a ser un lastre, la cruz que nos pone en el camino de Cristo es una bendición.
Quien sufre una desgracia y se queda en el hecho, se vuelve esclavo de su tragedia, el que ocupa esa desgracia para encontrar el verdadero sentido de la vida, la transforma en una bendición. La cruz, para que santifique, nos debe mover a seguir a Cristo.
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