Doña Olga, desde pequeña, siempre fue capaz de encontrar lo malo, aun en las mejores situaciones.
Sus padres trataron de corregirle ese defecto, pero no, ella insistía en siempre encontrar lo negativo en cualquier situación, lo que la iba alejando de la gente.
En la adolescencia y madurez temprana, movida un poco por no estar sola, aprendió a callarse y se guardaba para sí las críticas, pero seguía en su corazón encontrando defectos en todo y todos.
Iba a un museo, se paraba ante una escultura considerada una obra maestra, y no dejaba de mirar los detalles en los que, según ella, el autor se había equivocado. Y así era con todo.
Envejeció y volvió a criticar en voz alta. Su esposo aprendió a ignorarla y vivir con la constante crítica y tal vez por ello murió relativamente joven. Doña Olga se quedó sola, con una buena pensión pero que, claro, no le alcanzaba para nada.
Se quejaba con los vecinos y estos aprendieron a evitarla. Aun así, ella se daba sus mañas para interceptarlos en los pasillos del edificio en donde vivía para quejarse de todo.
Un joven vecino, que acababa de cambiarse, la escuchó quejarse de no tener dinero ni para comprar jabón y solamente enjuagar los trastes sucios. El joven, sin dudar, compró unas botellas de detergente y unas pastillas de jabón y se las llevó.
Doña Olga las vio y le dijo: Déjeme decirle que estos aromas que compró no me gustan, le encargo que la siguiente vez, sean de mejor calidad. Si va a hacer algo, hágalo bien.
Sobra decir que no hubo una siguiente vez.
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