Esa mañana tomé una ruta hacia el Poniente de la ciudad para dirigirme a un compromiso de trabajo. Cuando me disponía a subir a un puente en mi camioneta, me di cuenta que estaba cerrado o por un accidente o por obras en reparación.

Esquivé la entrada, bloqueada por una patrulla, y busqué una vía alterna. Por lo visto todos los carros se dirigían al mismo rumbo, porque íbamos apeñuscados a vuelta de rueda, semáforo tras semáforo, buscando cómo avanzar. Después de varios kilómetros, reloj corriendo, se despejó un poco el tráfico y pude adelantar un buen tramo, hasta que me topé nuevamente con un embotellamiento. No me quedó más remedio que hacer uso de paciencia. Como pude salí del atolladero, y recorrí algunos kilómetros hasta que me detuve en un crucero para dar vuelta a la izquierda y tomar la calle que me llevaría a mi destino. El rojo del semáforo se hizo eterno. Al lado mío iban motocicletas, camiones, trailers e infinidad de carros.

No faltaron los limpiaparabrisas, y varia gente pidiendo limosna. El ruido era infernal, sin contar la nube de smog que no dejaba respirar. Con este agobio en la cabeza, miré distraídamente a un grupo de 6 muchachos, que alegremente pasaba delante de mí, vestidos con tenis, sudaderas enrolladas a la cintura, paliacates y morrales. Me les quedé viendo un instante mientras atravesaban la avenida, y me percaté que uno de ellos, el último, cargaba como unos palos de madera. Fue entonces cuando afiné mi vista, y me di cuenta que era una cruz. En ese momento me puse a pensar, ¿quiénes eran esos jóvenes? ¿a dónde se dirigían? ¿cómo era posible que se sustrajeran del caos frenético de la vida? ¿Por qué ellos no parecían atrapados por el mundo y sus peligros?

Supuse que eran jóvenes de algún grupo de Escuadrón o de Boys Scouts, o quizá de alguna parroquia, que se dirigían a la plaza más cercana a hacer un viacrucis, o se preparaban quizá para irse de misiones. El caso es que di gracias a Dios de que hubiera jóvenes, que no obstante los ruidos secuestradores de este mundo, escucharan la voz del Señor y lo siguieran, y no solo eso, sino que se dispusieran, con toda su fuerza y energía, a llevar el Evangelio a sus hermanos, posiblemente en rancherías lejanas o pueblos -perdidos- y necesitados.

Un concierto de klaxons detrás de mí, me despertó de mis ensoñaciones y me regresó de vuelta a mi realidad. Todavía faltaban algunos minutos para que llegara, sin embargo, mis preocupaciones se esfumaron. Esos jóvenes me devolvieron la fe y me llenaron de esperanza, y desde aquel momento hasta hoy, no he dejado de traer ese evangelio vivo en mi mente y en mi corazón.

Más artículos del autor: La buena madre

Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola

Es Obispo de la diócesis de Piedras Negras

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