¡Qué paradojas tiene la vida! Una información escrita en la computadora o publicada en un medio electrónico hace apenas 15 ó 20 años a veces es muy difícil rastrear, encontrar o rescatar, y sin embargo, un libro impreso hace más de 500 años, sigue ahí, al alcance del lector; lo mismo sucede con los escritos salvados hace más de dos mil años, siguen ahí, todavía pudiendo ser leídos; esa sin duda, es la paradoja de la escritura hecha a mano o impresa contra la digital o electrónica. 

Siempre me ha parecido fascinante desmenuzar la historia de pueblos remotos, como Atenas, Alejandría, Roma; o de personajes ilustres como Homero, Alejandro Magno, San Agustín; o de mujeres sobresalientes como Leonora Carrington, Virginia Wolf o Santa Teresa de Ávila. Y no puedo esconder mi gusto por las aventuras y desventuras contadas en el Quijote de la Mancha, La Divina Comedia o el asombroso Mundo de Feliz de Aldous Huxley. 

Instructivo sin duda, es aprender la historia del nacimiento de los libros a partir de los juncos del río Nilo hace cinco mil años, hechos al principio en forma de papiros; su paso lento hacia los códices y su transformación en pergaminos en la lejana Asia Menor.

Y el deslumbrante sueño de conjuntar todos los saberes de la tierra, con la construcción de la Biblioteca de Alejandría, en el Antiguo Egipto.  Asombroso es también conocer la firmeza que guarda lo escrito en los libros (en pelea a muerte contra el olvido); y al mismo tiempo su fragilidad, pues un libro puede ser destruido por el agua, consumido por el fuego, devorado por los mosquitos o simplemente tirado a la basura por quien no esté de acuerdo con él. 

El caso es que, librado de mil batallas que han pretendido su destrucción, el libro ha preservado su función de enseñanza y salvaguarda del pasado, y al mismo tiempo, ha conservado su rol rebelde, transgresor, transformador y desestabilizador del statu quo.  Lo increíble de la literatura es que pasa por ser incómoda, inquietante, perseguida, pero al mismo tiempo reveladora y liberadora: “allí donde queman libros, acaban quemando personas”, basta este ejemplo profetizado por Heinrich Heine en 1821, de lo que sucedió un siglo después en Alemania. 

Los libros esconden perlas… porque solo al leer, se alcanza la única de nuestras cosas, que es inmortal y divina: la instrucción. Porque solo la inteligencia rejuvenece con los años y el tiempo, que todo lo arrebata, añade sabiduría a la vejez. La imperecedera aportación de los libros es enseñarnos a hacer crítica, tanto literaria como histórica; política y social como educativa; tan necesaria para nuestros aciagos días.  Siempre que en algún lugar del mundo, arde el último ejemplar de un libro, o es ultrajado o mojado hasta la ignominia o devorado por los insectos, un mundo muere.

Sin duda pocos son los libros que uno estaría dispuesto a leer dos o más veces. Les presento uno de ellos, magistral, de donde tomé estas ideas: “El infinito de un junco”, de Irene Vallejo, que recomiendo, entre cientos de cosas, por un tema especial que aborda: las plumas de las mujeres en la historia, su discriminación, su rescate y su reivindicación…  No te lo pierdas… pues escribe con un especial encanto que hechiza y enamora, mezclando lo antiguo y lo contemporáneo; y entretejiendo paisajes e historias de poetas, filósofos, escritores y hasta cineastas, que la hacen amena, cercana, íntima y fraterna.  Última paradoja: La inversión de lo efímero y lo duradero: En el siglo XXII es más probable que haya libros y manuscritos, que whatsapps y tablets. Tu, ¿qué crees? 

Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola

Es Obispo de la diócesis de Piedras Negras

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