Corría el día 8 de marzo, y ya era casi mediodía, y cerca del centro de la ciudad se escuchaba el rumor de una muchedumbre que se acercaba peligrosamente, pues en años pasados, habían pintarrajeado los muros de la Catedral. Se trataba de un contingente de mujeres, que marchaban por las principales avenidas, en defensa de sus derechos y de su seguridad.

Una muchacha llamada Katy, se apostaba valientemente, afuera de la puerta principal de la Catedral, junto con un grupo de jóvenes, formando un muro humano para protegerla e impedir que entraran a dañarla.

En eso la marcha de mujeres, como una ola, alcanzaba la entrada principal, querían entrar, traían ya listos los botes de pintura y los aerosoles, gritaban exigiendo entrar, esperaban la primera provocación para actuar y brincar las rejas, pero el muro humano no se movía, compacto aguantaba, sin insultar. Las voces de tantas se lanzaban sobre las jóvenes, pidiéndoles se cambiaran de bando, y se unieran a ellas, no entendían porqué estaban ahí, impidiéndoles entrar.

Los ojos de tantas las miraban con enojo y extrañeza, las miradas se cruzaban, hasta que una de estas, alcanzó los ojos de Katy, desafiante, incisiva, provocadora, esperando una respuesta: ¿por qué estaba ahí? ¿acaso no entendía su causa, su lucha, su dolor?

Katy se sintió interpelada por esta otra joven mujer, y como una fuerza que salía de su interior, sintió la necesidad de hablar, no fue necesario llamarla, los ojos se encontraron frente a frente.

¿Por qué defiendes a los que protegen a los que me violaron? Le dijo la chica, sin parpadear, y sin quitarle de encima sus ojos, que echaban lumbre.

A lo que Katy sin perder la serenidad, con aplomo y gallardía respondió: cuido la casa de Dios, donde encontré Refugio, cuando a mi también me violaron.

En eso, se hizo cada vez más grande el cerco de mujeres, quienes empezaron a arremolinarse en torno a esta extraña joven que, junto con sus amigas, las mantenía afuera de la reja, luego, empezó a explicarles, cómo había sido ella también ultrajada y cómo había podido salir adelante.

Les habló del dolor que había sufrido, de las bajezas y humillaciones a las que había sido expuesta, de cómo había enfrentado su drama, de la fuerza y ayuda que había encontrado en Dios y en la Iglesia, y de cómo vivía ahora en paz, ayudando a los demás.

Sus ojos brillaban y transmitían una luz clara, nítida, que poco a poco, fue desarmando a las mujeres, que fueron bajando sus consignas y corajes, a medida que compartían su dolor.

Al final, la líder de la marcha, le dijo a Katy: Está bien, te hemos escuchado, no dañaremos tu Iglesia. “Vámonos” -gritó a las que la seguían-, y se alejaron, y siguieron marchando en defensa de los derechos y de la seguridad de las mujeres…

Más artículos del autor: Los “no” de los muchachos

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*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la Fe.

Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola

Es Obispo de la diócesis de Piedras Negras

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