Después de atravesar varios días nublados y algunos baches en la carretera, esa mañana de invierno me dirigía a celebrar una misa de confirmaciones, pero como todo buen ciudadano, quise detenerme a echarme un café con pan. Mientras buscaba cómo estacionarme en un Oxxo, al fondo de una gasolinera, un señor tipo migrante o indigente me hacía señas indicándome un lugar. Al bajar, el moreno señor como de unos 45 años, delgado y grande de estatura como yo (ajá), se quedó viendo mi pectoral y me dijo: ¡Qué bonita cruz! ¿Me permite tocarla? – Claro.
Se acercó y se persignó con ella, y me dijo: ¡Si supiéramos cuánto nos ama Dios! – Infinitamente, le contesté. – No, – me dijo, – no lo sabemos. No podríamos medir cuánto nos ama Dios. Yo platico con él, sobre todo ahora que murió mi hermano el pasado 24 de diciembre. Le hablo y le digo: ¿por qué me lo quitaste? – Y ¿qué te respondió el Señor? – le pregunté. – Yo sé lo que hago, tú no lo sabes, acá conmigo está mejor. – Dios es sabio y amoroso, solo atiné a decir.Vaya a comprar sus cosas, amigo, aquí le cuido su carro. Me metí y justo cuando estaba por servirme el café, entra y se me aproxima el mismo señor, – ¿Me dispara un refresco?
Con gusto, le contesté. Lo tomó, lo dejó cerquita de la caja y salió. Pagué mi café, su refresco y también le compré unas galletitas. Al salir lo llamé: ¡Buen hombre, aquí está lo que me pediste! – Thank you my friend, – me dijo (me vería muy güero, quién sabe).
– ¿Dónde aprendiste inglés? – le pregunté. – Tengo familia en EU. – Oh, ¿has vivido allá? – No, nunca he podido cruzar, pero he aprendido algunas palabras, y pronuncio bien. Cuando veo venir a unos gringos, me les acerco y los saludo diciéndoles: Hello my friend, God loves you. Do you gotta money? Y les gusta mi acento y me dan un dollar. Y luego les digo: I love you, man, y me dan otro.
– Jeje, qué bien, y ¿cómo te llamas? – Jesús, – me respondió. – Mis familiares me dicen que me vaya, que allá la puedo hacer bien. Mire, en eso saca su rosario de madera con cuentas de colores, que traía colgado al cuello bajo la sudadera gris manchada y me lo enseña.
– La virgen también te cuida, le dije. – Es mi madre, – susurró. De repente se acercó un perro a olfatear sus pantalones derruidos, y se le echó encima jugueteando.
– Es mi perrita. – Ah, qué bonita, ¿cómo se llama? – Pantera (era una perra negra muy limpia, tipo policía). Tengo otros tres, y duermen conmigo, más bien, junto a mi. Ellos me cuidan y yo los cuido. La otra vez me regalaron una bolsa de croquetas (con el dedo indicaba hacia una esquina del estacionamiento donde había un montón de cajas de cartón), y con eso los alimento.
– Cuídate mucho, Jesús. – Gracias, que Dios lo bendiga y a su Iglesia también. Y nos despedimos.
Yo me fui a mi misa, pensando en ese Jesús migrante, indigente… Él se quedó sonriente, acomodando vidas e iluminando gente.
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