En ocasión del Día Internacional de la Familia, queremos dedicar un espacio para reflexionar en torno a esos miembros de la familia, que poco a poco van experimentando toda una serie de transformaciones existenciales, como la pérdida de la memoria, la confusión de espacios, tiempos, ideas y personas, la disminución de sus capacidades físicas, la alteración de sus actividades motoras y de sus reacciones emocionales, experimentando con ello, paulatinamente, la pérdida del control de su ambiente familiar, laboral, social, y de sus aptitudes generales, y que cada vez se hacen más notorias en todo su entorno, empezando por el familiar.
Y es a lo que se le llama demencia senil, pérdida de la memoria, y Alzheimer, y que no solo altera la vida de la persona que lo sufre sino de toda su familia, cónyuge, hijos y nietos. Todo ello, lleva repercusiones en lo económico, en la estructura e infraestructura familiar, en la agenda personal, en la necesidad de cuidados, diurnos, nocturnos, o especializados.
Asimismo, la implementación de arreglos y adecuaciones en su propia casa (barandales, sillas para baño, de ruedas, soportes, llaves de seguridad, etc); así como la necesidad de acompañamiento estrecho por parte de alguno de sus hijos o de algún familiar, o de algún asistente personal, ya sea cuidador con experiencia, sino es que personal profesional, desde la atención en casa, hasta la asistencia u hospedaje en un asilo, las 24 horas.
Esto implica, a su vez, la aceptación y asimilación (muchas veces bastante lenta) de la experiencia del dolor del ser querido, al ser testigos de cómo va perdiendo progresivamente sus facultades; así como la necesidad de una gran comprensión por parte de la misma familia que sufre al verlo, y que debe aprender, por una parte, a tratar sus palabras y conductas extrañas, repetitivas, confusas; y por otra, a sacrificar tiempo, trabajo, y recursos, la mayoría de las veces cuantiosos, y casi siempre escasos.
Esto sin mencionar, que es muy poco el apoyo gubernamental, social y eclesial que existe para estos casos, dado lo extenso de este tipo de población tan necesitada.
Cuando vivimos esta experiencia desde la fe, ésta nos ofrece, sin duda, un respaldo espiritual fuerte (y muchas veces pastoral, a través del apoyo de la comunidad parroquial), ya sea como sujeto enfermo, ordinariamente de edad avanzada, que necesita compañía, ayuda para hacer o conseguir los alimentos, pago de servicios, hacer la despensa, la limpieza, etc; o como familia, que necesita orientación para tomar decisiones (tratamientos médicos, nutricionales, cuestiones financieras, agotamiento, asilos, etc), que muchas veces se viven por primera vez; o apoyo humano para tener un respiro, que los sostenga, o ayuda material para aliviar en algo los altos costos que representa. La fe y la comunión con Dios, ciertamente nos brindan, una disposición amplia para servir lo más que podemos, y encarar esta difícil problemática con el mejor ánimo, entrega y confianza posible.
Comprender un problema de esta naturaleza desde el inicio es de vital importancia, tanto para quien lo padece como para los familiares que rodean y cuidan al paciente. Entender qué es lo que pasa significa poder enfrentar de mejor manera los problemas cotidianos.[1]
Existe un libro titulado: Cuando el día tiene 36 horas, de Nancy L. Mace, y Peter V. Rabins, que aborda esta situación desde múltiples perspectivas, incluida la pastoral, social, médica, psicológica, legal, familiar, etc, que sin duda, es un instrumento valiosísimo para todas las familias y la sociedad en general, de cómo poder ayudar, a nuestros seres queridos de una manera bien informada, a tener una mejor calidad de vida, a mejorar su entorno familiar, social y emocional, a reducir sus temores, depresiones y ansiedades, y hacer que disfruten la vida con la mayor felicidad posible.
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*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la Fe.
[1] “Cuando el día tiene 36 horas”, Nancy L. Mace, y Peter V. Rabins, pag, xii, Ed. Pax México.
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