Por fin llegaba a su término la experiencia de servicio en la insigne Ciudad de México, tras casi seis años de trabajo eclesial, habiendo atravesado y enfrentado los sismos del 2017, inundaciones a lo largo y ancho del país, caravanas de migrantes (que siguen llegando), la Pandemia del Covid (que marcará a toda una generación), una bomba molotov que estalló en nuestra sede, pérdida de vuelos (muchos de ellos por prisas y otros por despiste), violencia y crítica vs sacerdotes, ¿qué más podría faltar?
Pero al fin llegaba el tiempo de regresar a casa, a mi tierra natal, donde me recibiría mi familia y mis amigos, y volvería a retomar el tonificante trabajo pastoral en las parroquias y en los oficios diocesanos. Esa noche, ya lo vislumbraba, mi vuelo saldría a las 8 pm (desde el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, que era el único aeropuerto que existía.
Esa mañana muy temprano un buen amigo abogado me dijo, toma mi carro, y despídete de la ciudad, y recorre aquellos bellos lugares que más te gustaron. Acepté la propuesta, y agarré el Prius híbrido que me prestaba, y salí entusiasmado rumbo a la Basílica de Guadalupe como primera parada, para despedirme de la Morenita; después enfilé hacía el sur, pasando por la Plaza de las tres Culturas, el Caballito de Reforma, el Monumento a la Revolución, el Ángel de la Independencia, la todavía existente estatua a Cristóbal Colón; a medio camino me estacioné para tomarme un café Jarocho en el folklórico centro de Coyoacán; luego reemprendí mi camino hasta llegar a Tlalpan, a la Universidad Pontifica de México mi alma mater; de regreso para que no se me hiciera tarde, arranqué rápido hacia el centro de la Ciudad, pasando por la Alameda, el Palacio de Bellas Artes hasta llegar al Zócalo, donde visité la Catedral, el Museo del Templo Mayor y el Colegio San Ildefonso.
Antes de caer la tarde, comí en mi restaurante favorito, la Parrilla Danesa, y ya casi para llegar, todo apurado, a una cuadra de donde vivía, hacia las 6 pm, en el cruce entre Avenida Misterios y Montevideo, el semáforo cambió a rojo, por lo que me detuve…
Solo sentí el golpe que me dieron por detrás, mi cuerpo echado para adelante, no se abrieron las bolsas de seguridad, el cinturón me protegió y conservó ileso, solo empecé a escuchar los claxons de quienes pedían que no detuviéramos el tráfico.
En eso una inocente señora (la veo por el retrovisor), se baja de su camioneta, toda temerosa y angustiada:
FB:/MonsAlfonso
TW:@monsalfonso
*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la Fe.
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