No importa el marcador después de muchos minutos jugando, cuando se escuchaba la voz de mamá gritar: “Ya métanse”; o comenzaban a sentirse las gotas de lluvia desde esa nube negra que estaba encima de nosotros; o bien, sonaba el timbre en el patio indicando que el recreo había terminado, de inmediato, alguien invocaba el inminente final de la cáscara con la arenga: ¡gol gana!.
En ese instante, toda “la intensidad del futbol” dijera aquel narrador, se volcaba con un fin: meter el gol que definiría al equipo ganador. Realmente era una carrera contra reloj porque en cualquier momento se detendría el partido ante la irrupción de la tormenta, la presencia del prefecto o el ultimátum de la jefa familiar.
La intensidad es similar a lo que vivimos cuando una decisión vital es necesario tomar en medio del frenesí del día a día. No importa si en el pasado fallaste, si te perdiste una oportunidad o si el miedo te congeló y decidiste quedarte allí. Ante una nueva oportunidad, la capacidad de reacción que dependerá de la conciencia que tengas de tu caminar y la esperanza en que esta vez puede resultar en una victoria, te pondrá en marcha agudizando tus sentidos, llenando de energía tu cuerpo y dando claridad a tus pensamientos.
En ese fugaz segundo es necesario reconocer esa gracia que viene de lo alto para decir, junto con San Pedro, a pesar de los malos resultados pasados: ¡en tu nombre Señor! no como un impulso irresponsable sino como un ímpetu que surge del interior confiados en que es posible lograrlo, que hace falta esta última milla y que se está dispuesto a llegar hasta el final.
¿Estás listo para cuando en la cancha de tu vida suene: ¡Gol Gana!? El Señor nos acompaña.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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