Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad” (Lucas 19, 1). Jericó la rica, la ciudad del oasis y las palmeras. Hay en ella agitación general. Jesús, aquel de quien tanto ha oído hablar la gente, el profeta poderoso en obras y palabras, está allí, recorriendo sus calles.
Ha llegado sin avisar. Los ciegos se ponen en movimiento alargando las manos, dibujando extrañas figuras con los dedos; los paralíticos son cargados en hombros o puestos en literas improvisadas; a los sordos les es explicado el acontecimiento a través de señas y gesticulaciones. Jesús está en Jericó. Todos salen de sus casas: unos aunque sólo sea para verlo de lejos; otros, para acercarse un poco más. ¡Ah, si pudieran tocarlo o ser tocados por él!
“Había en Jericó un hombre llamado Zaqueo, jefe de los que recaudaban impuestos para Roma y rico” (Lucas 19, 2). Se trataba, pues, de un colaboracionista, es decir, de un traidor. No es preciso echar al vuelo la imaginación para darse cuenta de que Zaqueo era un “no querido”, es decir, un indeseable. Y, por lo demás, ¿cómo podía no serlo si, a los ojos de todos, era un pecador? Acaso era sólo temido, pero no amado; quizá respetado a causa de su riqueza, pero de ninguna manera estimado. Sin embargo, también él sale a la calle, atraído por las voces. ¿Qué pasa? ¿Por qué esos gritos? ¿Jesús en Jericó? Zaqueo pudo haberse quedado en casa para evitar las aglomeraciones, que para él eran siempre peligrosas, pero no se queda: también él quiere participar en el público espectáculo. “Quería conocer a Jesús, pero como era de baja estatura, no podía verlo a causa del gentío. Corriendo se adelantó y se subió a un árbol para verlo, porque iba a pasar por allí” (Lucas 19, 3-4).
Los murmullos crecen, el vocerío se agita. Jesús ya no está lejos. Los más altos alcanzan a verlo ya en la distancia. Pero viene rodeado de mucha gente. ¿Quién de todos es el esperado? ¿Aquel de cabellera larga y rizada, o ese otro amenazado de calvicie? ¿Cuál de todos es? Pero el más agitado es Zaqueo, porque no ve nada. Una agitación recorre su cuerpo, una ansiedad… ¿Qué va a hacer? Con ese cuerpo miserable que Dios le dio no es posible llegar muy lejos ni ver más alto. Busca una solución. Su mirada ansiosa examina la geografía. ¿Y si le pidiera a alguien que lo cargase? ¿Y si el enano se encaramara en los hombros de un gigante? No, no. Nadie querría tener tratos con un hombre como él. ¡Oh, pero allí hay un árbol, un sicomoro! Zaqueo se abre paso por entre la multitud expectante como un niño que busca desesperadamente a su madre. Como un niño perdido. Y se trepa a él. Desde su infancia no se había trepado a un árbol. Jesús ha obrado en él el primer milagro, un milagro inadvertido para la multitud: le ha devuelto a un hombre la infancia perdida. Ahora, por su actitud, Zaqueo es un niño otra vez. Y únicamente los que se hacen como los niños entrarán en el Reino de los Cielos (Mateo 18, 3).
“Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó los ojos y le dijo:
“-Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa” (Lucas 19, 5).
¡Zaqueo! Él ha dicho su nombre. ¿De dónde o por qué lo conoce? Este hombre, por fuerza, tiene que ser un profeta. ¿Cómo, si no…?
“Él bajó a toda prisa y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban y decían:
“-Se ha hospedado en casa de un pecador” (Lucas 19, 6-7).
Los que siguen a Jesús y los que han hecho valla para verlo pasar están desanimados. ¿Por qué hospedarse en casa de Zaqueo habiendo tantas otras, mucho más respetables, en Jericó? No sería extraño que alguien, murmurando por lo bajo, dijera: “Claro, como Zaqueo es rico…”. Pero a Jesús le tiene sin cuidado el qué dirán y va lo mismo a casa de aquel hombre que, por pecador que fuese, también era hijo de Abraham. Eugenio Montale (1896-1981), el gran poeta italiano y Premio Nobel de Literatura -1975-, escribió unos versos evocando este encuentro entre el Santo y el pecador:
Si tratta di arrampicarse sul sicomoro
per vedere il Signore
se mai passi.
Ahimè, io non sono un rampicante,
ed anche stando in punta di piedi,
io non l’ho visto.
Versos que, libremente traducidos (o sea, por mí), podrían sonar del siguiente modo:
Se trata de trepar al sicomoro
para ver al Señor
si es que pasa.
Por desgracia, no soy un trepador
y, aun estando en puntas de pie,
yo no lo he visto.
En puntas de pie, dice el poeta: alzándose levemente sobre el piso. Pero no, así no es como se descubre al Señor –y así es, por desgracia, como muchos lo buscan: no lo hallarán, no lo verán pasar-. Para ver al Señor es preciso más, tal vez mucho más. Para eso hay que estar un poco locos, ser un poco niños y treparse al sicomoro.
*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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