El 15 de agosto de 1975, en la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, en la ciudad de Saigón (hoy Ho Chi Minh, Vietnam), Francisco Javier Nguyen van Thuan fue llevado a una cárcel acondicionada por el gobierno comunista para personas peligrosas e indeseables. Francisco Javier era arzobispo de Saigón. Y durante 13 años casi nadie supo nada de aquel hombre delgado y bajito, cuyo único crimen había sido predicar el Evangelio en un lugar donde estaba prohibido hablar de Dios.

“Ese día -el día de su arresto, según cuenta él mismo en su autobiografía- fui invitado al Palacio de la Independencia. Allí me detuvieron. En ese momento, sacerdotes, religiosos y religiosas habían sido convocados al Teatro de la Ópera para evitar cualquier reacción del pueblo…”.

En aquel calabozo húmedo y maloliente, el arzobispo celebraba a diario la Eucaristía para él solo: “Cuando me arrestaron, tuve que marcharme con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: “Por favor, envíenme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”. Los fieles me enviaron una botellita de vino de misa con la etiqueta: “Medicina contra el dolor de estómago”. “Nunca podré expresar mi gran alegría en aquel tiempo: diariamente, con una migaja, tres gotas de vino y una gota de agua, celebré la Misa. ¡Éste era mi altar y ésta mi catedral!”.

 Pero el arzobispo seguía lejos de su pueblo, y en ocasiones creía volverse loco de pesar, hasta que una noche reaccionó: “Francisco -se dijo-, es muy sencillo: haz como san Pablo cuando estaba en la cárcel, que escribía cartas a varias comunidades”.

“A la mañana siguiente le hice una señal a un niño de siete años, Quang, que volvía de misa a las 5, y le dije: ‘Dile a tu madre que me compre blocs viejos de calendarios’. “Esa noche, Quang me trajo los calendarios, y todas las noches de octubre y noviembre de 1975 escribí a mi gente mis mensajes desde la prisión”.

Cada mañana el niño acudía a recoger las hojas para llevárselas a casa, de modo que sus hermanos y hermanas copiaran el mensaje. Así nació El camino de la esperanza, libro que se ha publicado en once lenguas”.

Yo tengo un ejemplar de ese libro. Cuando lo leo, me imagino a aquel arzobispo escribiendo en la oscuridad y trato de guardar sus pensamientos en un lugar especial de mi memoria y de mi corazón, pues al ser las palabras de un hombre que no sabía si iba a morir al día siguiente, lo que éstas dicen no son más que cosas esenciales. En uno de sus pensamientos habla de vivir el presente, y dice así:

“Cada palabra, cada gesto, cada llamada telefónica, cada oración, deben ser la cosa más bella de nuestra vida. Demos a todos nuestro amor, nuestra sonrisa, sin perder un segundo. Que cada momento de nuestra vida sea el primer momento, el último momento, el único momento”.

Vivir el presente no significa pasárselo bien, como a menudo se piensa; vivir el presente, en clave cristiana, significa: ama, acaricia, sonríe, porque acaso esta sonrisa sea lo último que recibirán de ti esas personas de las que quizá hoy, sin que lo sepas, te estás despidiendo. ¡Eso es lo que significa, y no otra cosa, vivir el presente!

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

P. Juan Jesús Priego

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