Hay cosas, hijo mío, que no conviene saber. ¿Te gustaría enterarte, por ejemplo, de lo que piensa de ti tu vecino de al lado, o lo que se imagina tu vecina de enfrente?, ¿o lo que han llegado a pensar de ti, alguna vez, tus amigos mejores?, ¿o lo que hacen tus seres queridos en otra ciudad mientras tú sufres y te
revuelves en la cama, presa de la fiebre?
, ¿o lo que pasará, al final, con el auto color plata que acabas de comprarte?

Hoy vivimos, como se dice, en la era de la información, en la sociedad transparente. Pero, por fortuna, aun en estos tiempos, hay cosas que nunca sabremos. ¡Y está bien así! Los años me han enseñado –y te lo irán enseñando a ti también- que hay cosas de las que mejor es no enterarse. Para decirlo de una vez,
estoy a favor de los secretos.

¿Has oído hablar de eso que los santos y los místicos han llamado los secretos de Dios? ¡Por supuesto que Él sabe cuándo moriremos tú y yo, y, sin embargo, no nos lo dice ni a ti ni a mí, lo cual es, si te fijas bien, una cosa muy buena! ¿O te gustaría conocer el día y la hora en que habrás de cerrar los ojos, de
una vez por todas y para siempre, a la luz de este hermoso mundo?

Si tu respuesta es sí, la verdad, hijo mío, es que no sabes lo que dices. Cada mañana te despertarías entonces no con ese sentimiento de novedad con el que debemos vivir cada mañana, sino con la horrenda certidumbre de que te encuentras más cerca del final que nunca: en una palabra, te despertarías cansado, achacoso, deprimido, tal vez con unas ganas enormes de morirte todo entero para no tener
que morir a plazos.

¿Ya entiendes ahora por qué Dios, que es la Prudencia Infinita, nada nos ha dicho a este respecto? Y, sin embargo, Él lo sabe todo, como sabe, igualmente, lo que pasará mañana en el mundo y en tu vida.

A menudo, sobre todo cuando una década, o una centuria, o un milenio acaban, todos, como en coro, se ponen a hablar del inminente y ya muy próximo fin del mundo. Los adivinos aventuran predicciones; los agoreros lanzan amenazas; los futurólogos exponen teorías y anuncian fechas, pero nadie, por lo menos
acerca de esto, sabe nada de nada, sino sólo Dios. Pero Él prefiere callarse una vez más.

Ahora bien, de esto, hijo mío, debes sacar una lección. ¿Qué lección?, me preguntarás. La lección del silencio. Pues así como Dios lo sabe todo y, sin embargo, se calla, así debemos también obrar nosotros. Un mar de silencio: esto es lo que debemos ser. Pero, ¿qué es lo que ocurre las más de las veces? Que tan
pronto como nos enteramos de algo corremos a contarlo al primero que pasa, queriendo dar a entender con ello que somos hombres muy enterados. Pero, ¿y luego? Y luego, nada: hemos roto el sigilo (es decir, el sello) y nos sentimos culpables de que, a partir de ahora, todos tengan acceso a la sala del tesoro.

Un filósofo hubo en el mundo llamado Sören Kierkegaard, que vivió y murió en Dinamarca hará cosa de dos siglos. Pues bien, este ensimismado varón, hijo mío, en uno de sus libros, dijo que a dos cosas obliga un secreto, que son, a saber: lo primero, no revelarlo; y lo segundo, no olvidarlo. Ya te hablaré en otra
ocasión del olvido, que es siempre injusto y descuidado; por ahora quiero centrarme sólo en la primera cláusula, que consiste en no decirlo. ¿Qué impresión te causa aquel que, habiendo sido advertido de la gravedad e importancia de un secreto, acaba, a pesar de todo, contándolo a los demás? ¿No te parece que este hombre ha traicionado al confidente? ¿Y crees que quien de tal manera ha traicionado a alguien merezca que se vuelva a confiar en él?

Lo mejor sería que nadie nos contara sus secretos, pues ser portador de un secreto es estar obligado. Piensa en los sacerdotes y en los confesores: nada deben decir de cuanto han oído, pues de revelar el secreto quedarían, en ese mismo instante, excomulgados. “Pero yo no soy sacerdote”, me dirás. Pero eres hombre, y cuanto más grande sea aquel que te confía sus secretos, tanto más quedarás obligado con él. Ser depositario de un secreto es, si te fijas bien, perder libertad. Una vez un rey muy poderoso, según cuenta Diógenes Laercio, fue a buscar a su antiguo maestro para decirle: “Ahora soy poderoso. ¡Pídeme lo que quieras!”. El maestro, que estaba arando la tierra en el campo, se secó el sudor y, enderezando su viejo cuerpo, le suplicó: “Ahora que eres rey, amigo mío, dos cosas te pediré”. “Las que quieras te serán concedidas”, respondió al punto el soberano. “Dos cosas solamente –dijo el filósofo-: la primera, que no me tapes el sol; y la segunda, que no me cuentes tus secretos”.

Lo mejor, hijo, sería obrar como este sabio; pero si, por alguna razón, alguien nos hiciera partícipes de sus secretos, lo que sigue, y lo mejor, es no revelarlos por ningún motivo.

En un viejo libro escrito en 1550, don Pedro de Luxán, sevillano de pura cepa, escribió así a un interlocutor imaginario: “La cosa más estimada entre los antiguos era el secreto. Una de las más ciertas señales del hombre sabio y cuerdo es que guarde el secreto que otro le encomienda y en los suyos propios sea muy secreto. Que el secreto sea cosa loable, el mismo Dios nos lo enseña, pues muchas cosas guardó para su providencia divina, porque claro está que sabemos lo que hoy es, mas no lo que mañana será, ni en los tiempos pasados se pudo saber lo que ahora es. Así que el mismo Dios ama el secreto y por esto los sabios usaron el secreto muy mucho. De tres cosas se arrepentía el buen Catón Censorino. La primera, de haber descubierto secreto, especialmente a mujer. La segunda, de haber andado por mar lo que pudiera andar por tierra. La tercera, de haberse pasado algún día sin hacer alguna obra buena” (Coloquios matrimoniales. Coloquio tercero).

Hijo mío, me despido de ti. Creo que no falta aclarar nada de lo que ha quedado dicho. Hasta la próxima, pues.

P. Juan Jesús Priego

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P. Juan Jesús Priego

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