Una vez, una abnegada y laboriosa madre de familia vio en la cocina de su casa un espectro que la dejó muda de espanto. Las cosas sucedieron de la siguiente manera: mientras la pobre mujer esperaba a que hirviese el agua que había puesto en la estufa, vio que algo se movía a sus espaldas, y creyendo que se trataba de su marido se giró sobre los talones. ¿Y qué vio? A un hombre todo vestido de negro que con el dedo índice le señalaba un punto del suelo. La mujer no sabía qué hacer, si gritar o desmayarse, aunque finalmente optó por lo primero. Su esposo bajó corriendo, le hizo toda clase de preguntas y por último la llevó del brazo a su habitación.
-Seguramente te confundiste –dijo el esposo a su mujer al tiempo que le daba a oler un pañuelo rociado con alcohol-, pues los espantos no existen. Duérmete, querida, y haz de cuenta que no has visto nada.
La mujer se durmió, tranquilizada con estas palabras, y ya no pensó más en el asunto. Pero a la semana siguiente el aterrorizado fue el marido, pues también a él se le apareció el espectro una noche mientras bajaba a la cocina a tomarse una pastilla para dormir. Lo más extraño de todo es que se trataba del mismo señor vestido de negro que había espantado a su mujer: un hombre moreno de dientes blancos que apuntaba con el dedo índice una parte imprecisa del suelo. El hombre regresó a su cuarto –sin pastilla y sin nada- y contó a su mujer cuanto acababa de ver.
-¡Cambiémonos de casa! –dijo la esposa emitiendo agudos chillidos-. ¡Mudémonos cuanto antes de aquí!
El marido trató de imponer calma diciendo que lo primero que tenían que hacer era ser razonables. ¿Qué quería decir, por ejemplo, ese dedo índice siempre apuntando al suelo?
-No lo sé –dijo la mujer-, y tampoco me interesa saberlo.
-Pues yo sí sé –respondió el esposo-. Significa que aquí, justamente aquí, en la cocina, hay un tesoro escondido.
La mujer, que no encontró nada absurda tal posibilidad, movía la cabeza con nerviosismo; además, y eso ella lo sabía muy bien, su marido no decía nunca más que verdades; por lo tanto, sí, seguramente el desagradable asunto tenía que ver con un tesoro escondido o algo por el estilo.
–¿Qué punto del piso te señaló el espectro? –le preguntó él. Y ella corrió a mostrárselo.
Bien, hicieron allí el primer hoyo, pero no encontraron nada: el tesoro no aparecía. Pero encontraron, en cambio, viejas botellas verdosas y una como plancha de carbón que debió utilizar para desarrugar paños la sirvienta de algún virrey.
Hicieron luego el segundo hoyo, ahora en el punto que el espectro le había señalado a él; y el tesoro seguía sin parecer.
-Quizá el dedo apuntando al suelo no signifique, después de todo, que el tesoro esté precisamente en la cocina; a lo mejor, querida, el fantasma se refería a la casa en general…
Y se pusieron a escarbar aquí y allá, haciendo tantos hoyos como les fue posible, pero sin encontrar nada todavía.
-Estoy cansada –dijo la mujer al cabo de varias semanas-. Y lo peor es que la casa ha quedado inhabitable.
Sí, así había quedado la casa: parecía, en realidad, como si hubiera sido bombardeada con la más potente dinamita que alguien haya fabricado nunca.
-Vayámonos de una vez por todas –dijo ella-, pues no hay aquí ningún tesoro y además espantan. ¡No quisiera por nada del mundo que se me volviera a aparecer ese viejo tan prieto y tan feo!
Y se fueron. Vendieron la casa a un precio ridículo, pues dadas las condiciones en que se encontraba no pudieron pedir más. Cuando el nuevo dueño, varios meses después, vio la ruina que había comprado desde un rancho de Texas, pues era un paisano que hizo la transacción desde la distancia y sin ver nunca la propiedad- se puso bastante molesto. «Esta casa –se dijo mientras la recorría- no sirve más que para demolerla y hacer otra en su lugar». Y así lo hizo. Y cuando tiró la primera pared –la que conectaba, precisamente, la cocina con el comedor-, ¿qué cree usted que se encontró? Así es: el tesoro. ¡Ahí estaba! De pronto, tras un golpe de martillo, las monedas de oro y plata empezaron a manar como un chorro que no se agotaba.
El día en que los antiguos dueños de la casa se enteraron del hallazgo –este tipo de cosas acaban siempre por saberse, tarde o temprano- quisieron que un rayo los partiera, como ya supondrá el lector. ¿Cómo es que esa pared era lo único que habían dejado intacto? Pero aquí surge la pregunta: ¿y por qué éstos no se encontraron nunca el tesoro anhelado? Ah, no se trata de simple suerte: es que lo buscaron, y en esta vida las cosas suceden casi siempre así: que el que busca no encuentra. Y esto vale tanto para los tesoros como para todo lo demás. Sólo el que no busca el tesoro lo encontrará; sólo quien no pretende ser amado lo será.
Escribió el Maestro Eckhart (1260-1327) en uno de sus Tratados: «Quien se apega a Dios, a éste se apegan Dios y cualquier virtud. Y aquello que buscabas anteriormente, ahora te busca a ti; aquello tras lo cual corrías tú, ahora corre detrás de ti, y aquello de que huías ahora huye de ti». ¿Qué quiso decir? Sencillamente esto: que el que busca tesoros sin buscar a Dios, no encontrará ni a Dios ni tesoros; pero el que busca sólo a Dios, ése encontrará a Dios y todo lo demás. Jesús lo dijo con mayor sencillez: «Busquen primero el reino de Dios, y todo lo demás se les dará por añadidura».
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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