«La Edad Media, hijo mío –anotó Léon Bloy (1846-1917) en una de las páginas de su Diario, lleno de nostalgia-, era una inmensa iglesia como no se volverá a ver más hasta que Dios vuelva a la tierra: un lugar de oraciones tan vasto como todo el Occidente y construido sobre diez siglos de éxtasis».

Léon Bloy, en pleno siglo XX, lloraba por las ruinas de la Europa medieval y gemía de dolor por la civilización perdida: un inmenso edificio construido sobre la fe y habitado permanentemente por el Espíritu de Cristo. No lo consolemos, no enjuguemos sus lágrimas ni tratemos de ofrecerle dulces remedios inútiles: en efecto, era preciso llorar por el edificio caído.

«Entonces –continuó diciendo- era el arrodillamiento universal… Las pobres gentes del campo trabajaban el suelo temblando, como si tuviesen temor de despertar a los muertos antes de tiempo. Esos hombres de oración, esos ignorantes sin murmuración a los que desprecia nuestra suficiencia de idiotas, esos oprimidos llevaban sin embargo en sus corazones y en sus cerebros la Jerusalén celestial. Traducían como podían sus éxtasis en la piedra de las catedrales, en la vitela de los libros de horas, y todo nuestro esfuerzo, cuando tenemos un poco de genio, está en volver a esta fuente luminosa».
¿Volver a esta fuente luminosa, es decir, regresar al medioevo? Léon Bloy dice que sí, por lo menos en espíritu.

Hoy se hace burla de los medievales: se los llama necios, ignorantes y bárbaros porque creían en Dios y temían al diablo, porque llamaban al pecado por su nombre y no creían perder nada arrodillándose frente al Santísimo Sacramento; se dice de ellos que vivían en una edad tenebrosa y oscura; y, sin embargo, fueron ellos los que construyeron esas Catedrales que hoy nos parecen como salidas de un sueño. ¿Qué los impulsaba a tanta grandeza?, ¿cómo hicieron para levantar esas construcciones fabulosas que los objetivos de nuestras cámaras ultramodernas ni siquiera logran abarcar?

Cuando se habla del hombre medieval se lo hace casi siempre para referirse a sus miedos, pero casi nunca a sus arrojos. ¿De dónde tomaron el modelo para plasmar tanta belleza? Ya lo dijo Bloy: de sus éxtasis, de la Jerusalén celeste cuya luz refulgía en su pecho.

En una de sus Cartas confidenciales, Heinrich Heine (1797-1856), el poeta alemán, hacía a A. Lewald la siguiente confidencia:
«Cuando hace poco me detuve con un amigo ante la Catedral de Amiens, me preguntó por qué no construíamos ya monumentos semejantes; a lo cual contesté: “Querido amigo, los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para construir una catedral gótica se necesita algo más que una opinión”».

Pero también las casas, moradas de los hombres, eran entonces altas y grandes. Hace poco vino visitarme un amigo desde muy lejos y lo llevé a que se tomara un café en el centro de nuestra ciudad, a un restaurante que fuera en otro tiempo una inmensa casa señorial. Mi amigo recorría los vastos espacios con la mirada y sinceramente no se lo creía:

-¡Mira esos techos, son altísimos! –decía-. Yo, en lugar de quienes construyeron estas moles tan poco funcionales, habría construido una casa de tres plantas.

¿Y qué podía hacer yo al escucharlo sino sonreír?
-¡Sólo con el terreno de esta casa yo haría un fraccionamiento entero! ¡Dios mío, cuánto espacio sin aprovechar! ¿A quién le interesaría tener hoy esos techos inclementes donde rebotan las voces y el frío se deja sentir como en una heladera?

En vez de contemplar las pinturas, los artesonados y los medallones que alguien, en otro siglo, había incrustado en las paredes, mi amigo se entretenía haciendo cálculos, imaginando las casas que podrían salirle si esa finca fuera suya y a cómo podría vender cada una.

-Una caja de sardinas aprovecha muy bien los espacios –dije, sólo por contrariarlo un poco-: es un modelo perfecto de funcionalidad, si pudiera decirlo así; pero, ¿quién querría vivir en una caja de sardinas?

-¡Es que tú no me entiendes!

-¿Que no entiendo? ¡Por supuesto que entiendo! Y claro que me imagino que, de poder hacerlo, construirías aquí y ahora mismo un fraccionamiento entero. Pero los antiguos no: ellos no construían casas para pigmeos.

Nuestros antepasados tenían una idea muy clara de su propia grandeza y ésta se dejaba ver en las construcciones que levantaban, aun en las más domésticas y privadas. Sus casas eran como casas de gigantes. Porque, en efecto, así se creían ellos: gigantes. Se sabían imagen de Dios. Hoy, en cambio, nuestras ridículas casas, nuestros minúsculos departamentos muestran a las claras el pobre concepto que tenemos de nosotros mismos. Son casas para enanos, enanos no sólo físicos, sino ante todo metafísicos.

¡Qué desilusión siente el turista cuando, al salir del Museo de Louvre, después de ver tanto arte verdadero, sale a la calle y ve una lastimosa pirámide de vidrio que quiere mostrar a los viajeros las posibilidades del arte contemporáneo! ¡Qué pequeñez más vergonzosa! Entonces el turista se pregunta, como me pregunté yo hace muchos años, cuando visité el Museo de Louvre por primera vez: «¿Qué tenían los antiguos que no tenemos nosotros?». Lo dijo Heine: convicciones, eso es lo que tenían, mientras que nosotros sólo tenemos opiniones: opiniones con las que, dicho sea de paso, nunca podremos hacer nada grande ni bello.

¿La fe nos hace apreciar menos la belleza de este mundo, nos quita las ganas de vivir y nos hace pequeños y cobardes, como aseguraba Nietzsche, como piensan muchos hoy? Hagámosle esta pregunta a los medievales, esos hombres que, al no encontrar palabras para hablar de Dios, lo hacían pintando cuadros y esculpiendo piedras como nadie, nunca, lo volverá a hacer…

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

P. Juan Jesús Priego

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