Un gran amigo mío, casado y con tres hijas aún pequeñas, un día se enamoró perdidamente de
una mujer que, por supuesto, no era la suya. Yo vi cómo ella se le acercaba, le sonreía y le parpadeaba. Mi amigo, que suele ser un tanto ingenuo, al inicio parecía no darse cuenta.

Yo le decía: “Cuidado, Israel. Ten mucho cuidado”. Pero él movía la cabeza y se limitaba a decirme: “Es sólo una amiga. Además, bastante simpática. ¿Te fijas cómo le cae en gracia todo lo que digo?”.

Los sábados, para mantenerse en forma, Israel jugaba al fútbol americano en un parque. Y ella –es decir, la otra- iba a verlo jugar, le aplaudía y lo ovacionaba desde las gradas agitando un pañuelo.

Yo, preocupado, le volví a decir: “Cuidado, Israe. Ten mucho cuidadol”. Pero él en esta ocasión ya
no me respondió que se trataba sólo una amiga, sino que se puso a la defensiva:
“Por lo menos ella
viene a verme jugar. ¡En cambio, mi mujer!… ¿Sabes a lo que se dedica los sábados por la mañana? Te lo diré: a dormir”.

Así fue como la relación de Israel y la otra fue estrechándose cada vez más. Alguna vez los vi salir juntos de un café, y en varias ocasiones descubrí a mi amigo agazapado en un rincón enviando mensajes desde su celular. Antes, cuando su teléfono sonaba, él contestaba delante de cualquiera. Sin embargo, ahorcorría hacia el baño o hacia algún otro lugar, contestaba la llamada, sonreía y hablaba de una manera muy melosa.

Alarmado, cierto día le volví a decir: “No sé si hablabas hace un momento con tu mujer, pero espero de todo corazón que sí. ¡Israel, ten cuidado. Ten mucho cuidado!”. Él bajó la cabeza y no dijo nada. Sabía que lo había descubierto. Podría haber engañado a otros, pero no a mí.

Israel ya no me habló ni por teléfono. Así que un buen día yo tomé la iniciativa de ir a buscarlo y lo encontré. “¡Qué milagro!”, le dije a manera de reproche. “Lo mismo digo yo. ¿Dónde te habías metido?”, respondió él. “Donde siempre -le dije-. ¿Y tú?”. “Yo andaba por ahí”, me dijo. “Así respondió el diablo a Dios”, le dije yo.

Israel sonrió. Pero no era su sonrisa de siempre. Ahora era una sonrisa tímida, afectada, nerviosa. Y despúes se quedó bastante serio.
“¿Te has enamorado de ella, verdad?”, le pregunté”. “Y tú -me respondió-, ¿podrías dejar de meterte en mi vida? Ya no soy un niño, y además sé lo que hago”.

“De acuerdo -dije-; pero no te olvides de que tienes una esposa y tres hijas, y que…”. “¿Podrías callarte”. “Está bien, me callo ya”, le contesté. Y desde entonces sigo callado. No he vuelto a hablar con Israel. No sé qué es de su vida, y mucho menos si algún día volveremos a ser los amigos que fuimos.

“Deja amar al que ama, porque, si tú le dices que deje de amar lo que ama, él seguirá amando lo
que ama y a ti te odiará”. Así reza un proverbio que don Julio C. Acerete jura y perjura, en uno de
sus libros, que pertenece a la cultura africana.
Yo no sé si pertenezca a la cultura africana o no,
pero, sea de donde fuere, se trata de un proverbio bastante sabio.

¿Era mi deber decirle a Israel que estaba obrando mal? Bien, se lo dije. Pero con el doloroso resultado de que una amistad tan vieja como la nuestra se ha ido al garete. Con lo que queda demostrado que los africanos –en el caso de que hayan sido ellos no estaban tan equivocados al hablar como lo hicieron.

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

P. Juan Jesús Priego

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