Sucede en una novela de Bruno Frank (1887-1945), el escritor alemán. Una niña, Elisabeth, al salir de una iglesia, toma un día el camino del cementerio y se pone a contemplar las tumbas en silencio. La tarde es fresca, acogedora, del todo apropiada para la meditación y los coloquios profundos.

“-¡Qué bien se está aquí, Piotr! –exclama la muchacha al tiempo que se sienta en las orillas de una lápida. Piotr es el criado de la casa, un viejo que había perdido un brazo en la guerra y se consideraba a sí mismo ya inservible-. Es bello, ¿no es verdad? No es para nada triste, como la mayor parte de los cementerios.

“-Es porque aquí las tumbas son muy antiguas –respondió el viejo-. Los que han sido sepultados aquí murieron hace mucho tiempo, como han muerto ya también los que en su día los lloraron. El dolor acaba, como todo en la vida.

“Ella lo miró.

“-¿Quieres decir, Piotr, que cuando uno baja a la tumba no sucede ya nada, que en el más allá no hay nada? No es un pensamiento muy religioso que digamos. Lo que dices es horrible”.

“-No lo sé, señorita. Descansar plenamente y para siempre es una cosa muy bella…”.

Cuando llegué a este punto del diálogo, recordé las palabras que Jean Guitton (1901-1999), el filósofo francés, dejó escritas en ese bellísimo libro autobiográfico que es lo que yo creo, libro que conservo celosamente en mi biblioteca y que no prestaría a nadie para no correr el riesgo de perderlo:

“El ateísmo –escribió el filósofo allí- es simplificador y vivificante. Para aquellos que se contentan con vivir, con gozar del presente, con insertarse en la historia del mundo (en la esperanza de dormirse para siempre en la paz) el ateísmo es una solución dulce, y angustiosa sólo si se mantiene una cierta
aspiración a la supervivencia. Se oye decir que el ateísmo es una solución desesperante, que es desolador pensar que no volveremos a vernos después de la muerte. No soy de este parecer. Pienso que vivir, respirar, gozar de los seres, amar por un breve tiempo y después dormirse para siempre tras haber respirado la belleza, es una ocupación bastante agradable”.

Piotr ha dejado de creer. La guerra, dice, le quitó la fe que tenía. No cree ya en un Dios que premia o castiga, y no aspira, por lo tanto, a vivir eternamente.

Para él la muerte es dulce: un descanso total, un eterno reposo. En efecto, el ateísmo es simplificador. El que dice no creer, ya ha resuelto todos los problemas. Ya no tiene que esforzarse por alcanzar el cielo, ni que asisitir a los servicios religiosos de su iglesia. Tampoco tiene ya que preocuparse por lo que sucede más allá de la muerte: el ateo, con un solo disparo de su escopeta metafísica, ha matado todas las preguntas que podrían atormentarlo.

¡Qué sencilla es la vida para él! Y, no sé, tal vez por esto el ateísmo esté hoy tan de moda: porque es muy cómodo. Pero prosigamos con el diálogo entre Piotr y Elisabeth:

“-Los muertos –dice aquél adoptando un tono serio y magisterial- son cientos de veces más numerosos que los vivos. ¿Y dónde podrían caber todos? Se dice siempre cuán triste es que un hombre que ha vivido deje de pronto de vivir. Pero yo digo que durante mucho tiempo no vivió, siglos y siglos, y nadie
encuentra que eso sea triste…”.

De igual manera se expresaba el viejo Mason Tarwater en una novela de Flannery O’Connor ( “El mundo –decía- ha sido creado para los muertos. Piensa en cuántos muertos hay. ¡Hay un millón de veces más de muertos que de vivos, y los muertos permanecen muertos millones de años más de cuantos permanecen
vivos los vivos”).

Según Piotr, a nadie le dolió no estar antes de haber nacido; ¿por qué, pues, tendría que dolerle algo cuando ya no esté? De igual manera pensaba Fernando Savater, el filósofo español, cuando escribió Las preguntas de la vida, uno de los libros –en cuanto a la muerte se refiere—más desesperanzadores que han aparecido en los últimos años:

“¿Acaso resulta tan terrible no ser? –se pregunta el filósofo haciendo como que se extraña-. A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo ‘ir’ sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer… Inquietarse por los años y siglos en que ya
no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca
más, nunca más…!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos”, etcétera: en fin, las monsergas de siempre.

No hay que negar, sin embargo, que Piotr, por decirlo así, era todo un filósofo. Las cuestiones que se planteó delante de aquella niña eran terriblemente serias. Además, le preocupaba el espacio: en el caso de que existiera otra vida, ¿dónde iban a caber los hombres que han sido, son y serán? Ya pensar esto lo
desanimaba. Y, no sé, acaso para disipar la angustia de los que piensan como él haya dicho Jesús: “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi padre hay un lugar para todos. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque voy a prepararles ese lugar. Una vez que me haya ido y les haya preparado el lugar, regresaré y los llevaré conmigo, para que puedan estar donde voy a estar yo” (Juan 14, 2-3). ¿Le queda a usted claro, amigo Piotr?

P. Juan Jesús Priego

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