Hoy, por primera vez, he visto un loro. Por supuesto que ya sabía yo de la existencia de los loros, pero sólo hasta hoy me fue dado saber que son el arcoíris al alcance de la mano, plumeros vivos, cajas parlantes de colores. En fin, una maravilla.
¡Dios mío, qué hermosos son los loros! Ni Moctezuma, en todo el esplendor de su gloria, se vistió jamás como uno de ellos.
Ahora que contemplo este loro que me muerde amistosamente el dedo índice de mi mano derecha, pienso en mi infancia. ¡Ahora que lo recuerdo, en casa teníamos un loro! Pero nunca me detuve a verlo, pese a que todos los días colgaba su jaula en un gancho empotrado en algún lugar. A los siete años, mi misión en la vida se reducía a darle de comer al loro y a ponerle agua en una vieja lata de sardinas. Incluso, si mi memoria no me falla, hasta le enseñé a decir algunas palabras –no todas santas, ciertamente- que luego repetía con no poca obstinación.
Sí, el loro fue en mi casa un perfecto desconocido, un olvidado visitante cautivo al que no solía prestarle demasiada atención. Cuando llovía, había que cubrirlo, ponerlo al resguardo de los vientos, y eso era todo. ¿Cuándo murió? No lo recuerdo. ¿De qué? ¡Quién sabe! Simplemente desapareció de mi vida como desaparece un barco en la lejanía del mar.
¡Ah, si todos nos detuviéramos a contemplar los loros! La paleta de un pintor no es más luminosa que este bosque en miniatura que se mueve.
El vendedor me lo presta unos momentos y el loro viaja de izquierda a derecha por uno de mis dedos. De pronto, se muestra pensativo, inmóvil, como si oyese una música lejana. Luego prosigue con la tarea de morderme con el pico tembloroso, para no hacerme daño.
La gente pasa apresurada y no se detiene a contemplar este milagro, este prodigio. Como quizá han visto loros en algún lugar, piensan ya haberlos visto todos.
Sólo una mujer de cierta edad se detiene a mirarlo con algún interés. Le rasca la cabeza durante tres segundos, le dice loro, lorito, y sigue adelante como si tal cosa. Tal vez ni siquiera se detuvo a ver el loro, sino que hizo un breve alto para tomar aliento.
Y mientras los transeúntes pasan a mi lado para luego mezcalsrse con la muchedumbre, me digo a mí mismo que la prisa, además de por muchas otras cosas, es mala por esta razón: porque es irrespetuosa. Los psicólogos podrán decir que es nociva para el alma porque la agita innecesariamente, y los médicos porque altera el ritmo cardíaco, produciendo infartos, pero yo, que no soy psicólogo y tampoco médico, digo que es irrespetuosa por que no repara en la belleza de las cosas.
Caminar lentamente, mirar con atención, detenerse incluso a contemplar, ¿no es una manera de rendir homenaje a este mundo tan lleno de formas y colores? ¿No es ya, para decirlo en breve, celebrar la hermosura oculta de la vida? “Sí –me digo-, Rilke, el poeta, tenía razón: acaso las estrellas no existan más que para que las veamos, y los grillos para que los escuchemos, y así no nos espante la noche”.
He aquí, por ejemplo, lo que escribió un alma contemplativa dirigiéndose a Dios, creador y Señor de todas las cosas:
“El coyote, cuando aúlla solitario en la noche, aúlla por Ti. Y por Ti grita la lechuza cuando grita en la noche. Y por Ti arrulla dulcemente la paloma y no lo sabe; y cuando el ternerito tierno llama a su madre, es a Ti a quien llama, y a Ti llama el león cuando ruge. Y todo el croar de las ranas es para Ti. Toda la creación te llama con toda clase de lenguajes… Las tardes y las noches son quietas y solitarias porque Dios las ha hecho para la contemplación. Los bosques y los desiertos, y el mar, y el cielo estrellado, han sido hechos para la contemplación. Y todo el mundo ha sido hecho para eso. Las urracas hablan a Dios, y es Dios quien les enseñó a hablar. Todos los animales que cantan al amanecer, están cantando a Dios. Los volcanes, las nubes, los árboles, nos hablan a gritos de Dios. Toda la creación nos grita estridentemente, con un gran grito, la existencia y la belleza y el amor de Dios. La música nos lo grita en los oídos y los paisajes nos los gritan en los ojos” (Ernesto Cardenal, Vida en el amor).
Todo esto es verdad, pero ¿quién puede darse cuenta de que lo es, sino el que se detiene a contemplar el paisaje, el que se pone nostálgico al arreciar la lluvia y baila de alegría con la danza celestial de los planetas? De Pitágoras, el filósofo, se decía que era capaz de escuchar la música de las esferas. Era un alma contemplativa.
Tal vez por eso los orientales nos pareen tan místicos y tan respetuosos: porque caminan lentamente, con ese paso grave favorable a la contemplación. Los occidentales, en cambio, vivimos con la lengua de fuera, atropellándonos unos a otros…
Hay que desconfiar de la prisa: no sólo es irrespetuosa, sino también mentirosa. Don Miguel de Unamuno (1864-1936) descubrió su mentira y la denunció así, valientemente, en uno de sus libros:
“En mi pueblo, Bilbao, hay un cierto culto a la actividad, al trabajo y, sin embargo, hay muchos vagos –como es natural que los haya en un pueblo tan trabajador-; pero esos vagos, para hacer creer que trabajan, van siempre muy de prisa por la calle. Cuando veáis a uno que va por la calle a todo vapor, atropellando a aquellos con quienes cruza, podéis asegurar que es un vago. Quiere hacer creer que está muy atareado”.
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