«Y les dijo también esta otra parábola: “El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que toda la masa acabó por fermentar”» (Mateo 13, 33).
Es una lástima que los niños ya no sepan cómo se hace el pan, cómo se bate la masa, de qué modo se prepara el horno. ¿Hay olor más agradable que el del pan en el fuego, que el de la harina en las brasas? Pues bien, nuestros niños no lo conocen ya. ¿Cómo, pues, explicarles esta parábola de Nuestro Señor?
Una vez, durante una clase de catecismo, pregunté a una niña de largas trenzas rubias:
-¿Y sabes siquiera de dónde vino la manzana que te desayunaste hoy?
No es que yo fuera adivino; es que ella misma acababa de decirme que se había desayunado una manzana. La niña me miró con extrañeza y se quedó pensativa durante unos instantes hasta que, muy segura de sí misma, respondió:
-Claro que sé de dónde vino la manzana. Mi mamá la compró ayer en el súper.
Mi pequeña interlocutora ni siquiera se tomó el trabajo de pensar en una semilla, en un árbol, en un labrador que prepara la tierra para la siembra; su imaginación, ¡ay!, no llegaba hasta allá, su vista no llegaba más lejos. Y siendo así las cosas, ¿cómo explicarle esta otra parábola de Jesús?
«El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es, ciertamente, más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mateo 31, 31-32)
¿Cómo explicarle a esta minúscula tele-adicta que todas las manzanas del universo fueron primero semillas, al igual que el pan? ¿Cómo decirle que lo que hoy es grande fue en otro tiempo muy pequeño? Comprar las cosas hechas, como puede verse, tiene sus desventajas.
Mientras la catequista volvía a leer en voz alta las parábolas, yo buscaba la manera de explicar a esos diablillos con cara de ángel que tenía frente a mí el pensamiento de Jesús. ¿Cómo decirles que los cristianos somos como la levadura en la masa, si nunca en su vida han visto a su madre cociendo pan?
Me vino entonces a la mente un fragmento de aquella famosa Carta a Diogneto (año 150, aproximadamente) que dice así: «Lo que el alma es al cuerpo son al mundo los cristianos». ¡Se nos llama allí alma del mundo! ¿Y qué es el alma si no aquello que da vida, anima y hace ser?
Yo ya no escuchaba a la catequista. Estaba embebido en aquella comparación que me conmovía. ¡Alma del mundo! Pero no, algo faltaba a esta metáfora, pues el alma es invisible, mientras que la levadura no lo es. La levadura está allí, y parece que no hace mucha falta, pero sin ella no hay pan (o, en todo caso, sólo un pan deforme, seco y desabrido).
«El mundo nos odia –dijo una vez Tertuliano-, ¡pero qué solo estaría el mundo sin nosotros!». Sí, qué solo, y yo diría también: qué muerto.
Lo que estos chiquillos no comprenden, como quizá ya tampoco sus padres, es que si el mundo nos parece todavía habitable es por esos restos de cristianismo que andan por allí dispersos en el ambiente. La caridad, la bondad, el desinterés, el altruismo, ¿no son virtudes cristianas? Pues bien, sin ellas el mundo no podría vivir: se asfixiaría. El cristianismo es el alma del mundo: su sabor, su oxígeno natural.
Los niños de hoy no ven hornear, no ven sembrar, pero ven todo el tiempo la televisión y escuchan las noticias. Así que por un momento estuve tentado a cambiar aquellas dos parábolas y sustituirlas por esta otra:
«El Reino de los Cielos se parece a una colilla de cigarro que un hombre dejó caer encendida en un bosque seco, de modo que al poco tiempo todo quedó incendiado»…
Los niños gritaban al fondo; la catequista intentaba por todos los medios hacerlos callar y yo, mientras tanto, reproducía en mi memoria el diálogo que François Mauriac (18851970) sostuvo un día con un escritor ruso en la década de los años sesenta y que él mismo transcribió más tarde en sus Memorias interiores. Le confesó aquella vez su visitante, que era comunista:
«-Teníamos en casa una vieja criada completamente analfabeta, pero todavía creyente… ¡Pues bien, la hemos enterrado en una iglesia!… Era una santa. Quizá la última de Rusia.
«-Pero allá preguntó el novelista, ¿quedan todavía creyentes?
«Sí, algunos respondió el ruso.
«Es suficiente».
Y añade Mauriac: «Yo pensaba entonces en lo que Jesucristo ha dicho del Reino de Dios que Él compara con la levadura que una mujer mezcla en la pasta»…
¡He aquí el mejor comentario de la parábola de Cristo que me ha sido dado escuchar! Sí, con esos pocos cristianos que hay aquí y allá es más que suficiente. Con un solo cristiano que haya en el mundo, pero que lo sea de veras -con uno solo-, todo podría volver a comenzar.
¿Hay poco cristianismo en el mundo? Con ese poco basta para que vuelva a haber pan: esa pequeña chispa es demasiado poderosa para incendiar el bosque entero. Hay, pues, razones para la esperanza.
Yo hubiera querido decir algo de esto a los niños, pero ya la catequista los estaba despidiendo y hubiera sido muy injusto de mi parte hacerlos regresar…
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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