¿Recuerda usted –me preguntó el hombre- aquella novela profética de Jules Verne (1828-1905) titulada Viaje a la luna? Espero que la recuerde, amigo, porque no podré creer que no la haya leído en su infancia, o, como muy tarde, en su juventud. ¿Y sabe usted que Verne la escribió en 1865, es decir, cien años antes de que estas cosas sucedieran?

¡Pero, señor mío! ¿En verdad no la leyó nunca? ¿Bromea usted? Le perdono esta omisión sólo por un motivo: el de que no puede uno leerlo todo, y ni siquiera a todo Verne.

Pues bien, en esta novela fascinante que usted no leyó nunca se discutía ya incluso acerca del material con que tenía que construirse la nave… ¿Sabe usted qué material se prefirió, o, mejor dicho, qué metal? ¡El aluminio! ¡Qué genio de hombre! ¿Cómo le fue posible prever tantas cosas? Mire, mire, aquí tengo subrayado el pasaje en cuestión. ¿Me permite usted que se lo lea?

Con mucho gusto se lo permití.

“-Pero –recitaba el hombre con voz tonante-, ¿con qué metal piensa usted fabricar el proyectil?

“-Con hierro fundido, lisa y llanamente –dijo el general Morgan.

“-¡Hierro fundido! ¡Puah! –exclamó J. T. Maston con expresión de profundo desdén-. ¡Demasiado pobre para fabricar una bala destinada a visitar la luna!

“-No exageremos, mi querido amigo –observó Morgan-. Basta el hierro.

“-Sea el hierro –dijo el comandante-. Pero el caso es que, como el peso es proporcional al volumen, un proyectil de hierro que mida nueve pies de diámetro tendrá un peso espantoso.

“-Conformes, si el proyectil es macizo, pero no si es hueco…

“-Y dentro de él podremos poner despachos y muestras de nuestros productos terrestres –observó J. T. Maston.

“-¿Cuál será el grueso de sus paredes? –preguntó el comandante.

“-Las paredes tendrán escasamente dos pulgadas de grueso.

“-¿Será suficiente? –preguntó el comandante.

“-No –contestó Barbicane-, indudablemente no.

“-Entonces, ¿qué hacemos? –interrogó Elphiston bastante perplejo.

“-Emplear otro metal.

“-¿Cobre? –preguntó Morgan.

“-Es demasiado pesado también. Hay otro mejor.

“-¿Cuál? –preguntó el comandante.

“-El aluminio.

“-¡Aluminio! –exclamaron al unísono los tres colegas del presidente.

“-Sin la menor duda, mis queridos amigos. Saben usted que un ilustre químico francés consiguió obtener, en 1854, el aluminio en masa compacta. Este precioso metal tiene la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro y la tenacidad del hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del cristal. Se manipula con facilidad y abunda en la naturaleza, puesto que el aluminio constituye la base de la mayor parte de las rocas; es tres veces más ligero que el hierro, y no parece sino que ha sido creado expresamente para suministrarnos la materia que ha de formar nuestro proyectil…”.

¡Oh! –exclamó el hombre, mi amigo, dejando el libro afectuosamente sobre su escritorio-. ¿No es maravilloso? ¡Y pensar que esta página que le he leído fue escrita un siglo antes de que…

Pero yo no compartía su entusiasmo; yo, más bien, pensaba en otra cosa. Sí, Jules Verne es admirable, y sería poco quitarse el sombrero ante él. Mas sus problemas –por llamarlos así- no han sido nunca mis problemas. Yo pertenezco a una generación que no ha soñado ya con ir a la luna, sino que ha vuelto de la luna y ha descubierto que, en el fondo, su vida no ha cambiado nada. ¡Igual se enferma el hombre de 1865 que el del año 2025, igual sufre, igual se muere, igual se enamora y se desenamora! ¿En qué han robustecido nuestra frágil condición humana los viajes interplanetarios o los paseos galácticos?

Mi amigo seguía hablándome del aluminio, y yo hacía como que lo escuchaba arrobado, pero en realidad mis pensamientos andaban por otros caminos.

Sí: tenemos portentosas naves, autos veloces que nos permiten ir y venir, correr, casi volar; en esos recorridos conocemos a muchísima gente… Pero, ¿la conocemos de veras? Vemos a muchísima gente en nuestros diarios periplos urbanos, sí, pero no profundizamos relaciones casi con ninguno. ¡Andamos siempre tan deprisa…!

Al entusiasmo extasiado de mi amigo –que no paraba de hablar del aluminio y sus elogiosas propiedades-, yo hubiese querido oponer este pensamiento del etnólogo alemán Iso Baum –que, ya por su apellido, debía de ser también judío-: “La aceleración trae consigo una reducción de las posibilidades de profundizar: en corta sucesión de tiempo uno se tropieza con muchos hombres, de forma que los encuentros resultan necesariamente superficiales. En la falta de disponibilidad y entrega del habitante de las grandes ciudades hay que ver, en parte, una medida defensiva del hombre cansado y sobrecargado por la aceleración de la vida moderna”.

Tal vez –pensaba yo mientras mi interlocutor hablaba- los hombres hemos decidido ir a la luna porque en la tierra no había quien nos quisiese de veras. Tal vez, incluso, este largo viaje no sea más que la manera de evadirnos de una soledad más larga aún. Pero justo cuando pensaba en esto, mi amigo me hizo una pregunta referente al aluminio y yo tuve que regresar de la luna para responderle.

P. Juan Jesús Priego

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