-He oído decir –dijo la mujer- secándose el sudor- que hay un pecado que no tiene perdón. ¿Sabe usted de qué pecado se trata?

-Del pecado contra el Espíritu Santo –dije.

-Creo que lo he cometido –suspiró la mujer, visiblemente angustiada.

-¿Y por qué supone usted semejante cosa?

-Porque he cometido a lo largo de mi vida todos los pecados que se puedan cometer. Y si los he cometido todos, ¿qué de raro tiene que haya pecado también contra el Espíritu Santo? ¡Ay, Dios mío, estoy perdida!

Para tranquilizarla, tomé de mi escritorio un ejemplar del Nuevo Testamento, lo abrí a la altura de los evangelios y leí en voz alta:

“En aquel tiempo, Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente que no lo dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a buscarlo, pues decían que se había vuelto loco. Los escribas que habían venido de Jerusalén decían acerca de Jesús: ‘Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera. Jesús llamó entonces a los escribas y les dijo en parábolas: ‘¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Porque si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa. Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón: será reo de un pecado eterno’. Jesús dio esto porque lo acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo” (Marcos 3, 20-35).

-¿Lo ve usted? –gritó la mujer, interrumpiéndome. ¡Nunca tendré perdón! ¡Ese pecado no puede ser absuelto!

-¡Un momento! –grité ahora yo-. ¿Y qué le hace pensar a usted que pudo haber cometido un pecado de tal calibre?

-Segura, lo que se dice segura, no estoy, pero lo presiento. ¿No le he dicho a usted que…?

Luego se quedó pensativa durante unos instantes. De pronto se iluminó su castillo interior (o sea que se le prendió el foco) y preguntó, ya un poco más serena:

-¿Y en qué consiste ese pecado, exactamente?

-Mire usted… ¿Recuerda el pasaje evangélico que acabo de leerle? Jesús llega a una casa. ¡Y no me pregunte a casa de quién, porque no lo sé! Digamos que llega a una casa cualquiera, pero no puede ni comer porque la multitud lo asedia. Hay, pues, por lo que puede inferirse, mucha gente a su alrededor. Gente que lo busca, que lo sigue, que lo escucha. Pero entonces, para desacreditarlo, unos escribas venidos de Jerusalén, como quien lanza un guijarro al agua, esparcen entre el gentío el siguiente rumor: “Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera”. Era, ya lo ve usted, un comentario malicioso y, al parecer, premeditado. No le extrañe a usted que esos señores hubieran venido expresamente de la Ciudad Santa con el único fin de impedir que la multitud se apartara de él y no lo oyera.

Esto por un lado; pero, por el otro, no olvide usted que practicar la hechicería así como las demás artes mágicas era en Israel algo que se pagaba con la vida. Lea, usted, si no, este pasaje revelador: Deuteronomio 18, 10-14; en él se encontrará usted con las palabras siguientes: “Cuando entres en la tierra que va a darte el Señor, tu Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practica eso es abominable para el Señor… Esos pueblos que tú vas a desposeer escuchan a astrólogos y vaticinadores, pero a ti no te lo permite el Señor, tu Dios”.

-Así pues –seguí diciéndole-, lo que estos señores decían a la multitud, aunque con otras palabras, era en realidad esto: “¡Jesús debe morir!”.

-¿Y entonces? Perdóneme que se lo diga, pero me deja usted igual.

 -Señora, para no decir cosas de mi invención, vamos a leer juntos los comentarios de los sabios. He aquí, por ejemplo, lo que acerca de este pecado dijo una vez el Padre Pouget, maestro espiritual de Jean Guitton y de Emmanuel Mounier, un piadoso varón ciego además de conocedor profundo de las Sagradas Escrituras: “Sean malditos aquellos que quieren alejar a Dios de las gentes sencillas; esta es la fuente de todos los males y por los que sufre un mundo en el que Dios está ausente, porque Dios es lo propio del hombre. Éste es el pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado ni en este mundo ni en el otro. De los que son culpables de este pecado irremisible, como lo fueron esos judíos que, para apartar al pueblo de Cristo, decían que expulsaba a los demonios por medio de Belcebú, príncipe de los demonios, digo: no quisiera estar en su pellejo cuando comparezcan ante el Divino Juez” (Cf. Jacques Chevalier, “Bergson y el Padre Pouget”, Madrid, Aguilar, 1959, p. 68). El pecado contra el Espíritu Santo, señora, es ése: alejar de Cristo a los que hubieran podido –y de hecho querían- creer en él.

-¡Vaya, menos mal! Creo que éste es el único pecado que no he cometido.

-Me alegro por usted, señora mía. Y, sin embargo, ¡cuántos han perdido la fe a causa de los comentarios sarcásticos de un conductor de noticias, o de la malicia de un político con aires de dictador! Allí donde un hombre podía acercarse a Cristo, pero se alejó de él por la palabra de alguien, sea quien fuere, allí se ha cometido un pecado contra el Espíritu Santo. Y yo dejó aquí el diálogo, pues de reproducirlo entero tendría que escribir un libro.

El autor es: Sacerdote, periodista, escritor y Rector del Colegio Mexicano de Roma.

P. Juan Jesús Priego

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