“Necesito hablar con usted”, me dijo la angustiada joven. No le importó que yo fuera entonces un sacerdote recién ordenado y sin experiencia para aconsejarla. Entramos a mi oficina, tomó asiento, extrajo un pañuelo desechable, lo estrujó con una mano y me dijo que estaba embarazada y pensaba abortar.
Hoy, muchos años después, puedo decir que la de ella es una historia recurrente: tuvo relaciones con su novio porque lo amaba, quedó embarazada, y él le exigió que recurriera a la solución. Ya él se encargaría de conseguir el dinero. “¡Pero yo no quiero su dinero, padre! –lloraba la joven-. Yo lo quiero a él…”.
Aquel diálogo fue inútil: no pude disuadirla de su propósito. Pasé esa noche en vela. Me sentía impotente. Dios me había mandado a aquella mujer, y yo no fui capaz de hacerla comprender… ¡Qué triste sacerdocio era el mío!
Hoy cuando escucho debatir a ciertos líderes sociales se desgañitan hablando del “derecho de la mujer a hacerse extirpar ese montón de células que la mojigatería católica llama un hijo”, yo me digo que lo único que se defiende allí es el machismo: el derecho de los varones al placer sin consecuencias.
Por eso gritan: “¡Aborto libre!”. Hace unos meses, aquella joven –ya más bien una señora-, vino a verme a la iglesia en la que ahora estoy. Me había estado buscando, hasta que un día alguien le dijo donde me hallaba. Me habló de varias cosas, menos de aquel asunto. Cuando terminamos, su mamá la esperaba en la sacristía y, junto a ella un niño de unos siete años, quien agitaba un juguete raro.
“Sí lo tuve –dijo en voz baja-. Se llama Enrique”. “Mamá –dijo Enrique-, ya me quiero ir”. Y partieron. Dentro de unos años, quizá Enrique se sume a los que atacan a la Iglesia. No lo sé, pero es posible que quiera ponerse a tono con los tiempos que corren. Quizá sea también de los que griten: “¡Aborto libre!”. ¡Ah, si él supiera, si él llegara a saber por qué y cómo es que está aquí!…
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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