A veces ocurre que el columnista no tiene nada que decir y preferiría callar. ¿Quién, que escriba, no ha experimentado alguna vez esta especie de impotencia? Tener que elegir un tema para luego desarrollarlo es una agonía que sólo pueden comprender los que escriben no esporádicamente, sino cada semana durante años y años.

Mientras pienso, pues, en el tema –un tema que no haya tocado antes, nunca, porque hasta eso hay que cuidar-, me viene a la memoria una palabra perteneciente al vocabulario de la retórica: inventio.

Inventio, para los antiguos maestros de elocuencia, no era inventar, como generalmente se piensa, sino encontrar. Y como hace poco, en mis paseos por el mundo de los libros, me he encontrado con dos textos espléndidos acerca de los confesores y los psicoanalistas, ahora se los endilgaré al lector esperando que disfrute leyéndolos tanto como yo disfruté meditándolos y transcribiéndolos.
“En principio, ir regularmente al terapeuta es seguramente un fenómeno americano. Pero también entre nosotros los alemanes aumenta. Probablemente este fenómeno tenga sus raíces en la pérdida de relaciones interpersonales firmes. Antes era posible dialogar mucho con el amigo o la amiga, o con un sacerdote en la conversación de ayuda espiritual o en la confesión. En la actualidad ya no es algo tan natural: cada vez tenemos menos tiempo para nosotros y para un buen intercambio.

“Lo mismo se aplica para la ayuda espiritual, en la cual la actividad ajetreada torna imposible una buena conversación… Hemos dejado que la confesión degenere en un ritual vacío. A la verdadera confesión corresponde el diálogo. Pero en las confesiones de masa el diálogo queda a mitad de camino. La confesión sería seguramente para muchas personas en nuestros días un buen ofrecimiento para hablar de sus lados de sombra y sobre su culpa, y experimentar en la absolución la aceptación incondicional de Dios… La confesión continúa siendo un importante ofrecimiento sanador de la Iglesia reconocido en nuestros días también por algunos psicoterapeutas. Por este motivo, sería bueno que descubriéramos nuevamente la dimensión psicoterapéutica del sacramento de la confesión. La gente acudiría con mayor frecuencia al padre confesor”.

Esto fue lo que respondió el famoso benedictino alemán Anselm Grün a un par de amigos suyos –Jan Paulas y Jaroslav Sebek- que lo entrevistaron para hacer un libro con sus respuestas en el año 2002.
Sin embargo, mucho antes de esta fecha, en 1938, un enteradísimo obispo húngaro llamado Tihamer Thót –muerto un año después, en 1939- ya se había referido a este mismo asunto en uno de sus libros, donde escribió así:

“Visitando Goethe en cierta ocasión a un enfermo, dijo: ‘Un día –es decir, en los tiempos católicos, antes de la Reforma-, otros se encargaban de quitarle peso a la conciencia. Hoy la conciencia ha de hacerlo sola, y se consume inútilmente, gastando sus fuerzas para poner orden dentro de sí misma. Nunca hubiera debido suprimirse la confesión’.

“La confesión, realmente, en un medio tan incomparable de la vida religiosa y de la educación espiritual, que hoy día la desean aún aquellas sectas que, desgajadas del catolicismo, la suprimieron.
“Siempre que me encuentro con hombres que se agitan con los arduos problemas de la vida, y no van a confesarse, me acuerdo de Clemens Brentano, el célebre poeta alemán que, atormentado por dudas espirituales, buscaba el descanso sin poderlo hallar. Una de sus conocidas, la hija de un pastor protestante, Lucía Hensel –que más tarde se convirtió al catolicismo-, dijo una vez al hombre desesperado: ‘¡Usted es católico! ¡Usted tiene que ser hombre feliz! ¡Ustedes tienen la confesión!’…

“No hace mucho tiempo que se levantaban acusaciones en masa contra la confesión y la moral católicas, afirmando que aquello era un ‘potro de tormento’, una ‘cámara de tortura’, un ‘matadero espiritual’, y que ésta no es moralmente admisible. Y he aquí que hoy día son precisamente los psicoanalistas los que se ponen a confesar, pero con tal insistencia, con tales tormentos y con preguntas tan inverosímiles, que ni aun el más famoso casuista lo habría podido soñar.

“La cosa es clara: todo lo que ahora se quiere hacer pasar por un gran descubrimiento del psicoanálisis (Individualpsychologie, Affektpsychologie, Tiefenpsichologie, etcétera: ‘psicología individual’, ‘psicología de los afectos’, ‘psicología de las profundidades’), aunque no con nombres tan altisonantes, pero sí, en cuanto a su esencia, se practica ya hace dos milenios en el sacramento de la confesión.

“¿No es una gloria de la religión católica el haber declarado obligatoria hace ya siglos la confesión sincera de ese gran peso del pecado, que abruma nuestras almas, siglos antes de ser conocida la tesis de la moderna psicología? ¿Qué tesis? Que las grandes impresiones y los grandes secretos, ahogados dentro de nosotros mismos como fieras encerradas en un sótano, rugen en el fondo de nuestra alma, la roen, la consumen y pueden conducir al más completo desquiciamiento de los nervios y a la locura; pues no hay descaso posible hasta que salen fuera y nos vemos libres de su furor, comunicándonos con otro” (Cristiano en el siglo XX).

Interesante. Incluso muy interesante, ¿no es así? Por lo menos, dará qué pensar a los que utilizan la expresión “verdugo chino” para referirse al confesor, y nada dicen, por el contrario, de los psicoanalistas, que preguntan cosas que un confesor no preguntaría aunque lo ahorcasen. Bueno, pues así están las cosas en nuestro pequeño planeta, el asteroide B-614.

P. Juan Jesús Priego

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