Muchos años antes de Cristo –mil años antes de Cristo-, David, rey de Israel, apoyándose en su poder soberano, mandó hacer un censo entre los israelitas. Como era un estratega hábil, quería saber de qué recursos humanos podía disponer para sus fines de gobierno. ¿Cuántos hombres estaban bajo sus
órdenes? ¿Cuántos hombres en pleno vigor, cuántos jóvenes, cuántos viejos?
Esto era lo que él quería saber, y no aproximada, sino exactamente. Mandó, pues, hacer un censo de la población y, aunque algunos, cada uno por su lado, le desaconsejaron semejante cosa, diciéndole: “¿Y para qué quiere hacer un censo mi señor el rey?”, él persistió en su propósito. ¡Sí, claro, ya sólo eso faltaba: que vinieran sus súbditos y consejeros a darle órdenes!
Además, pese a quien se opusiera a ello, ese censo tenía que hacerse. “El rey dijo a Joab y a los jefes del ejército que estaban con él: “-Recorran todas las tribus de Israel y de Judá, desde Dan hasta Berseba, y
hagan un censo del pueblo para que vean cuántos son”.
El rey, como puede verse, estaba muy interesado en ello, y aunque Joab se opuso a semejante proyecto –fue él, de hecho, quien dijo a David: “¿Y para qué quiere hacer un censo mi señor el rey?”-, “la orden del rey prevaleció sobre la opinión de Joab, y los jefes del ejército salieron de la presencia del rey para hacer el censo de la población de Israel”. Ni hablar; a Joab no le quedó más remedio que apretar los dientes, hacer de tripas corazón y ejecutar la orden mandada por el soberano.
Los emisarios “recorrieron todo el territorio, y después de nueve meses y veinte días, regresaron a Jerusalén. Joab informó al rey el resultado del censo del pueblo: había en Israel 800 000 hombres aptos para la guerra y hábiles con la espada, y en Judá 500 000”. Tales fueron los datos arrojados por los expertos.
¡Con todo esos recursos humanos contaba David para sus batallas presentes y futuras! ¡Ah, y no era ésta una cantidad despreciable, no! ¡Con esos recursos bien que se podía hacer más de una cosa!
Mas he aquí lo que sucedió después: David sintió remordimientos y dijo al Señor: “¡He cometido un gran pecado al hacer esto! Pero dígnate, oh Señor, perdonar el pecado de tu siervo, porque me he portado como un necio” (2 Samuel 24, 1ss.).
Pero, ¡cómo! ¿Ahora se arrepiente de lo que acaba de hacer? Sí, se arrepiente, y se llama a sí mismo estúpido y necio, como ya hemos visto. Mas, ¿por qué siente remordimientos David? ¿Qué había de malo en hacer un censo?
¿A quién ofendía con ello? Él sólo quería saber…Sobre este inexplicable arrepentimiento no hay interpretaciones unánimes. Unos estudiosos dicen que David se hizo culpable de orgullo, pues lo que quería, ante todo, era conocer las dimensiones de su poder. Más acertada, en cambio, me parece la opinión de Georges Auzou, famoso biblista francés, que ve en ello una falta de confianza en Dios, y así lo dice en uno de sus libros:
“David –escribe- ha pasado por encima de las objeciones de Joab -“¿Y para qué quiere hacer un censo mi señor el rey?”- porque su intención parece haber sido reformar el método de reclutamiento del ejército, precisamente, y también la manera de llevar la guerra; para esto necesitaba conocer los efectivos
con los que podía contar… Pero, según nuestro relato, al hacer dirigir una estadística de las posibilidades humanas de su reino, David ha actuado de modo insensato y se ha hecho culpable delante de Yahvé” (La danza ante el arca. Estudio de los libros de Samuel).
Culpable, David se siente culpable. Pero, ¿culpable de qué, o por qué? ¿Qué pecado ha cometido? Bien, digámoslo rápidamente: ha cometido el pecado que no cometió cuando era joven y se enfrentó con el gigante Goliat…
Hacía muchos años, en el campo de batalla, mientras Israel batallaba contra los filisteos, David, siendo apenas un muchacho, no tuvo miedo de nada, ni hizo cálculo alguno acerca de sus posibilidades. Incluso, viéndolo dispuesto a todo, el rey Saúl, su antecesor en el trono, le había dicho: “Tú no puedes ir a pelear con ese filisteo”. Pero David le respondió: “Tu siervo pastorea el rebaño de su padre. Si viene un león o un oso e intenta llevarse una oveja del rebaño, yo lo persigo y lo golpeo hasta arrancársela de la boca. Si me ataca a mí, lo agarro por el cuello y lo golpeo hasta matarlo. Tu siervo ha matado leones y osos; y ese
filisteo incircunciso será como uno de ellos, por haber desafiado a los ejércitos del Dios vivo”. Y añadió: “El Señor, que me ha librado de las garras del león y de las zarpas del oso, me librará de las manos de ese filisteo”…
Cuando David enfrentó a Goliat, ¿había calculado sus recursos?, ¿había medido sus fuerzas? ¡No! Fue a su encuentro con la pura confianza puesta en Dios, y eso le había bastado y sobrado: así lo dijo al gigante antes de entrar en el combate: “Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina; pero yo voy contra ti
en nombre del Señor todopoderoso, el Dios de los ejércitos de Israel. Hoy mismo te entregará el Señor en mi poder, te mataré y te cortaré la cabeza… Toda la tierra sabrá que Israel tiene un Dios. Y toda esa multitud aprenderá que el Señor no salva con espada y con la lanza» (1 Samuel 17, 35-45).
¿Dónde había quedado aquella confianza original, aquella espontaneidad juvenil nacida de la fe? Pues bien, esto es lo que el Señor reprueba en David: que el estratega haya asfixiado al creyente; que el viejo haya asfixiado al joven; que el cálculo ganase la partida a la confianza primera.
¡Dios mío! ¿Cómo envejecer sin que esto pase?, ¿cómo mantenernos jóvenes a pesar de los años? Pero la respuesta a estas preguntas está ya insinuada en esta historia que leo una vez más con desilusión y tristeza…
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