-En realidad –dijo el hombre-, no sé ni por qué he venido a confesarme. ¡Después de todo, no soy ton malo!

-Sí –le dije yo, a mi vez-. Pero, en fin, aquí estamos…

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-Pongamos que una vez, hace algún tiempo, tuve un mal pensamiento. Inofensivo, ¿sabe usted? Y eso es todo. ¿Qué rezo de penitencia?

“¡Dios mío –exclamé en mis adentros-, ante qué hombre ejemplar estoy!”. Pero no exclamé nada en mis afueras para no enamorarlo aún más de su propia virtud. Acto seguido, hice una señal a la que le seguía en la fila.

-Ave María purísima.

-Sin pecado concebida.

-La escucho.

-¿Mis pecados? Ejem, ejem. Me acuso de haber pecado contra el primer mandamiento, lo mismo que contra el segundo, el cuarto, el sexto y el noveno.

-¿Qué más?

-Nada más. Espero la penitencia.

¡Vaya manera de confesarse! Debía yo tener bien claro el orden exacto de los mandamientos para barruntar siquiera de qué iba la cosa. Pero no me puse a repasarlos, ni siquiera mentalmente. ¿Para qué? Eso de enumerarlos era una estratagema o, como se dice en el lenguaje judicial, una coartada para salir del paso con facilidad; de modo que le dije:

-Penitencia: realizar todos los días, durante un mes, la cuarta obra de misericordia. –Puesto que me había hablado en lenguaje numérico, ¿por qué no iba a poder yo hacer lo mismo? ¡Allá que investigara ella de qué obra se trataba! Yo esperé que me lo preguntase, pero no lo hizo; dijo, en cambio:

-De acuerdo. Gracias, padre. 

Y se fue, golpeando el pavimento con sus chancletas de cuero.

Llegó una anciana arrastrando su andadera. Como no podía arrodillarse, me levanté yo para ponerme a la altura de su aliento.

-Ave María purísima.

-Sin pecado concebida. Me acuso, padre, de no haber sido una niña buena y de haber desobedecido muchas veces a mis padres.

¿Qué cosa estaba oyendo? No podía creerlo.

-Pero –pregunté-, ¿sus padres viven?

-¡No, no, no! Murieron los dos hace muchísimo tiempo, por desgracia.

-¿Y cómo es que los ha desobedecido?



La viejecita, que debía ya de andar rondando los noventa años, se me quedó mirando con sus ojos azules –un cielo nublado, a causa de las cataratas- y se puso roja como un clavel. De mirada profunda brotaron rayos, truenos, relámpagos y chispas.

-Mire, padre. Yo así me he confesado siempre porque así me enseñaron mis padres a confesarme, y así me confesaré hoy y mañana.

-De acuerdo –dije-. Por desobediente va a rezar usted siete rosarios, uno cada día de la semana.

-¡Eso es nada! –dijo la mujer-. De todas formas, siempre lo rezo, tanto si me lo pide usted como si no…

Llegó el cuarto penitente de la tarde. Sudaba. O, por lo menos, le brillaba el rostro.

-Me acuso, padre, de haberle gritado a mi esposa.

-¿Le gritó usted? Ah, pero, en todo caso, le gritó usted que la amaba, ¿no es así? ¡Pero si eso no es pecado, hijo mío, al contrario!

-¡Oh no! No le grité que la amaba, sino todo lo contrario. Ya me entiende usted, creo…

¡Extraña cosa! A la mujer no suele gritarle el marido que la quiere, sino que ya no la quiere. Lo otro, si se lo dice, se lo dice casi siempre en voz queda, cual si estuviese inseguro. ¿A qué puede deberse tan extraño fenómeno?

Y este mismo tono transcurrieron las confesiones quinta, sexta, séptima y las demás. Todos se acusaron de haber tenido malos pensamientos, de haber dicho palabras injuriosas, pero nadie, en cambio, de no haber dicho las hermosas palabras que se sabían… Nunca he oído a nadie que confiese, por ejemplo:

-Me acuso, padre de no haberle regalado ayer flores a mi esposa. Es que es era su cumpleaños. Y no lo hice por una razón: por avaricia.

Como nadie dice, tampoco:

-Hoy la dejé sola durante mucho tiempo…

Escribió un día el teólogo holandés F. J. Heggen: “Toda persona que tiene una postura crítica ante su existencia, sabe que comete faltas. Hiere a otros o los abandona a su soledad. Se encuentra a veces impotente e incapaz  de remediar la necesidad del otro. Sabe que si dedica aquí su atención, tiene que abandonar allí a un ser a quien ama y que exige con derecho su ayuda”. Y también: “Los demás sufren a causa nuestra; sufren más de lo que ordinariamente creemos, con nuestro carácter, nuestro humor y nuestras rarezas… A menudo nos tratamos mutuamente como números y muy raras veces como personas que tienen necesidad de cordialidad y simpatía…”.

-Pude haberle dicho cuánto la quería. Se lo pude haber dicho muchas veces, pero ahora ya no está.

El día en que seamos más críticos con nosotros mismos; el día en que nos arrepintamos menos de lo que hicimos y más, mucho más, de lo que no hicimos y debimos –y pudimos- hacer, tal vez sólo entonces comprenderemos el peso del pecado y la liberación que representa para nuestra vida la confesión verdadera. 

Más artículos del autor: La perniciosa enfermedad de la tristeza

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.



P. Juan Jesús Priego

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P. Juan Jesús Priego

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