El pasado sábado 4 y domingo 5 de octubre, el Jubileo de los misioneros y migrantes congregó en la Basílica de San Pedro y sus plazas a miles de testigos del Evangelio: religiosos, laicos, familias enteras que han cruzado océanos y fronteras para renovar su compromiso con la gran misión de Jesús: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19).
Para muchos la palabra misión evoca imágenes de mochilas al hombro en selvas amazónicas o sermones en plazas bajo un sol abrasador, sin embargo, este Jubileo nos recuerda que ser misionero comienza precisamente en los espacios domésticos, en lo cotidiano de la vida.
El Evangelio es una palabra viva que se encarna en gestos de amor, compartir la fe con seres queridos y amigos no requiere discursos elaborados ni teologías complejas; basta con la autenticidad de una vida tocada por la gracia. Los pequeños momentos quizá no cambian el mundo, pero transforman corazones; la misión multiplica la esperanza donde la desesperanza acecha.
¿Por qué urge reavivar en nosotros la conciencia de esta vocación misionera? El Papa León XIV, en su audiencia de apertura el sábado, lo expresó con claridad: “Hoy se abre en la historia de la Iglesia una época misionera nueva”. Estas palabras no son un eslogan, sino un diagnóstico del momento histórico.
Las fronteras de la misión ya no son solo geográficas, sino existenciales. Reavivar esta conciencia significa reconocer que ignorar nuestra vocación es como apagar una linterna en la noche: no solo nos perdemos nosotros, sino que dejamos a oscuras a quienes amamos y nos acompañan en la vida. En el contexto
del Jubileo, miles de misioneros han viajado desde diversos lugares no para recibir aplausos, sino para recordarnos que la misión debe ser en sinodalidad, no individual.
No olvidemos las palabras del Papa León XIV durante su homilía: “Reavivar en nosotros la conciencia de la vocación misionera, que nace del deseo de llevar a todos la alegría y la consolación del Evangelio, especialmente a aquellos que viven una historia difícil y herida”.
En un mundo azotado por migraciones forzadas, guerras y crisis ecológicas, el Pontífice nos recuerda que la misión de la fe transforma, porque ilumina las sombras: convierte al migrante de “problema” en hermano, al doliente en compañero de camino; nos sostiene y nos alienta.
La transformación operada por la fe es, ante todo, interior, recordemos a San Pablo: “No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Esta mística, nos vacía de miedos para llenarnos de audacia, nos libera del perfeccionismo para abrazar la imperfección del prójimo.
En el corazón de esta reflexión, surge una pregunta ¿Cómo aplicamos esto en nuestra vida? Comencemos por lo simple: una cena familiar donde se hable de Dios sin tabúes; un mensaje de WhatsApp con un versículo que consuele a un amigo en duelo; una visita al vecino olvidado, llevando no solo pan, sino amor y esperanza.
Sumémonos a la convocatoria de nuestro Papa León XIV: que este Jubileo sea semilla de un “nuevo impulso misionero”. Que la fe nos transforme en artesanos de paz y nos sostenga, porque, en última instancia, ser misionero no es una carga, sino un regocijo: el de llevar las enseñanzas de Jesucristo, que es la alegría del mundo, a quienes más lo necesitan.
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