“Mamá, ayúdame. Chocaron. Explotó algo. Estoy todo quemado. Estoy todo quemado, mamá. Estamos aquí por los puentes de Santa Marta. Los amo mucho, familia. Con mucho cuidado, cuídense mucho”; son las palabras que con consternación envió a través de un audio un joven víctima de la terrible explosión del pasado 10 de septiembre.

El estallido consumió 28 vehículos y dejó un saldo de 14 personas fallecidas; este accidente es un recordatorio brutal de la vulnerabilidad de una ciudad donde el transporte de sustancias peligrosas transita diariamente con riesgos.

El horror se extendió más allá del impacto inicial, afectando hogares cercanos y paralizando el tráfico en los límites con el Estado de México. El dolor de las víctimas y familiares es indescriptible y la desesperación probablemente aún más estremecedora, sin embargo, afortunadamente como en otras crisis brotó lo mejor de la humanidad, en particular la mexicana: una solidaridad espontánea que ilumina la oscuridad. 

Vecinos de Santa Martha Acatitla, sin esperar a las autoridades, se organizaron para rescatar a los heridos, arriesgando sus vidas entre el humo y las llamas. En cuestión de horas, surgieron centros de acopio en hospitales como el Balbuena y el Xoco: donativos de sangre, medicamentos, pañales y alimentos fluyeron de manos anónimas. 

Esta marea de apoyo trasciende la mera ayuda material; es un testimonio vivo de la esperanza que late en nuestro ser, tristemente en momentos críticos como este queda de manifiesto que, ante la adversidad, la comunidad se teje con hilos de coraje y fe. 

La esperanza a la que hoy nos aferramos no es ingenua; es el motor que ha sostenido al mundo y a México en terremotos, pandemias y crisis; nos dice que, aunque el fuego o desastres destruyan, el espíritu humano reconstruye.

Pero esta resiliencia social también expone una falla estructural que clama por denuncia: la carencia crónica de infraestructura de salud en el país. México, con un sistema fragmentado y carente, arrastra una deuda histórica con su población.

En esta explosión, los heridos colapsaron unidades como el Instituto Nacional de Rehabilitación, donde pasillos se convirtieron en salas improvisadas, familias han tenido que recurrir a donativos vecinales para cubrir traslados, medicamentos y cirugías que el Estado no garantiza; por lo que este incidente también nos impulsa a replantearnos la infraestructura de salud y priorizar la inversión en camas, equipo y personal para que la solidaridad no sea un soporte “necesario” sino un complemento.

Finalmente, no se puede perder de vista que los accidentes viales son la segunda causa de muerte en el país, con miles de siniestros anuales atribuibles a baches, inundaciones, falta de señalización y mantenimiento deficiente. 

La explosión del 10 de septiembre no es un capítulo aislado en el libro de desastres; es un llamado a la acción. La gravedad de sus consecuencias nos confronta con un México de contrastes: frágil por omisiones gubernamentales, pero indoblegable por su gente. 

La solidaridad de la población en México, con sus donativos y héroes anónimos, reafirma que la esperanza persiste, tejida en actos cotidianos de bondad, pero esa esperanza demanda justicia; en la unión de todos radica no solo la supervivencia, sino la promesa de un mañana menos vulnerable.

Simón Vargas Aguilar

Consultor en temas de seguridad, justicia, política, religión y educación.

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Simón Vargas Aguilar

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