A pocos días de la Nochebuena, el calendario cristiano recuerda una de las ideas más insistentes de la vida pública: la paz, invocada como deseo, consuelo, consigna o tarea colectiva con responsabilidades compartidas.

La pacificación duradera requiere legitimidad social, tejido comunitario y narrativas compartidas que desactiven la lógica de la confrontación permanente.

En ese espacio, el papel de la Iglesia adquiere relevancia como actor social con una presencia territorial y simbólica que atraviesa generaciones. La Iglesia católica mantiene una capilaridad única: parroquias, comunidades y agentes pastorales están en barrios, pueblos y regiones donde la seguridad es experiencia diaria. Esa cercanía bien encauzada puede convertirse en un activo para procesos de reconstrucción social
orientados a la paz.

La historia muestra que este no es un terreno inexplorado. En distintos momentos, la Iglesia y los Papas han acompañado procesos de paz con resultados diversos, siempre bajo la premisa de la mediación y autoridad moral.

En Colombia, por ejemplo, la participación de la Iglesia en los procesos de diálogo con grupos armados fue constante y silenciosa. En Sudáfrica, durante la transición que puso fin al apartheid, líderes religiosos como Desmond Tutu jugaron un papel central en la construcción de una narrativa de reconciliación; se entendió que la paz no es ausencia de conflicto, sino capacidad institucional y social para procesarlo sin violencia.

El ofrecimiento del Papa León XIV a la Presidenta Claudia Sheinbaum —relatado por la mandataria en una de sus conferencias matutinas— para contribuir con programas de paz, como el desarme, se inscribe en esa tradición de acompañamiento y cooperación.Disposición a sumar capacidades simbólicas y sociales.

En particular el desarme es terreno donde la colaboración puede ser significativa. Más allá de la dimensión legal, entregar un arma implica una transformación cultural: asumir que la protección es un bien colectivo.

La invitación de la Presidenta Sheinbaum al Papa para visitar México refuerza esta lógica de encuentro. Una visita papal no transforma por sí sola las condiciones estructurales de la violencia, pero sí puede reordenar prioridades y abrir conversaciones.

La proximidad de la Navidad ofrece un marco que no es retórico, sino exigente. El mensaje cristiano de paz no promete la desaparición inmediata del conflicto, sino la posibilidad de recomenzar desde el reconocimiento del otro. “Bienaventurados los que trabajan por la paz”, dice el Evangelio.

Es tiempo de paz.

Salvador Guerrero Chiprés

Coordinador del Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicaciones y Contacto Ciudadano de la Ciudad de México (C5 CDMX).

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