Ninguna ciudad se entiende solo por sus avenidas o edificios, se descifra, sobre todo, por sus sonidos. Una urbe puede estar crispada o en calma según el tipo de música que inspira o silencia.

Allí donde las notas circulan con libertad, la vida se vuelve más hospitalaria. Cuando la estridencia del conflicto busca imponerse sobre la conversación, la música aparece como uno de los pocos lenguajes que no necesita traducción y nos recuerda la posibilidad de convivir sin uniformarnos.

Aristóteles sospechó temprano que la música es un espejo de las pasiones, capaz de templar la voluntad y moldear el carácter. Ese poder íntimo tiene consecuencias públicas. Una comunidad que canta junta se vuelve menos vulnerable al miedo.

Quizá por ello la tradición cristiana encontró en Santa Cecilia una patrona ideal. Su historia recuerda que la fe también puede expresarse como una melodía. En los relatos de su martirio, la joven romana canta incluso cuando la violencia intenta imponer silencio. No es solamente un gesto piadoso: es una afirmación de humanidad frente al sometimiento.

Cada 22 de noviembre, su figura invita a pensar en quienes dedican su vida a unir lo que otros han separado. No celebramos solo a las y los músicos: celebramos la posibilidad de sanar a través del sonido.

En una metrópoli tan compleja como la Ciudad de México, esta lección cobra relieve político. La música no es un adorno de la convivencia; es una infraestructura emocional que puede prevenir violencias y abrir caminos de reconciliación. Por eso resulta significativa la apuesta del gobierno capitalino, encabezado por Clara Brugada, para llevar la música a las escuelas públicas. El programa Do-Re-Mi-Fa-Sol, que entrega instrumentos y dispone de maestras y maestros especializados, parte de una intuición poderosa: antes que disciplinar, hay que sensibilizar.

Las políticas culturales suelen explicarse en términos de festivales o de grandes recintos, pero el verdadero cambio ocurre en los salones donde niñas y niños descubren que puede producir belleza con sus propias manos. Allí, en la intimidad de una primera escala, se desactivan frustraciones, regulan emociones, encuentran amistades. Donde hay música, disminuye la tentación del aislamiento y la violencia encuentra menos territorio fértil para brotar. La paz empieza con pequeñas armonías.

Por eso, más que un entretenimiento, la música es un ejercicio ético.

Salvador Guerrero Chiprés

Coordinador del Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicaciones y Contacto Ciudadano de la Ciudad de México (C5 CDMX).

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