Una civilización se mide por la forma como honra a sus muertos y la inteligencia para cuidar a sus vivos. En México, el Día de Muertos nos enseña a mirar ambos mundos con reverencia: el de los quienes se fueron y el de quienes pueden salvarse.
Honramos la memoria con flores y velas y con la conciencia de que preservar la vida es un acto de fe. En una sociedad donde la inmediatez suele reemplazar a la reflexión, aprender a usar con responsabilidad el número 9-1-1 es tan vital como encender una vela por nuestros difuntos.
La Ciudad de México, corazón de la tradición del Día de Muertos, se vuelve espejo de esa dualidad. Este año, la Catedral Metropolitana abrió sus puertas al misterio y la contemplación. En la penumbra, la luz temblorosa de las velas guía a los visitantes por un recorrido simbólico entre pasado y eternidad. Catrinas, reliquias y criptas invitan a recordar que la muerte no es el final, sino una forma distinta de presencia.
El altar es una escuela de memoria y responsabilidad. Cada objeto —pan, retrato, cruz, papel picado— tiene su razón de ser. No hay improvisación ni descuido, porque de ese orden nace el sentido. Del mismo modo, atender correctamente una emergencia, marcar el 9-1-1 con serenidad, describir el hecho con precisión y permitir la intervención oportuna, es un acto de orden social y amor a la comunidad.
En el fondo, ambas prácticas —ofrenda y llamada de auxilio— pertenecen a una misma tradición espiritual: la de proteger la vida. Llamar por una emergencia, denunciar con prudencia, actuar con empatía, son gestos modernos del mismo impulso que mueve al creyente a encender una vela frente al altar familiar.
El sociólogo Émile Durkheim definía la religión como un conjunto de prácticas que unen a una comunidad en torno a lo sagrado. En México, esa sacralidad ha pasado de los templos a los gestos cotidianos: el respeto al altar, el saludo a los difuntos, la llamada.
Todas son expresiones de una misma conciencia colectiva que afirma la vida por medio del vínculo.
La tradición de vida que representa el 9-1-1 —donde cada día se atienden en promedio 4 mil 200 reportes— no se opone al Día de Muertos, sino que lo complementa. Una vela encendida pide memoria; una llamada oportuna exige presencia. Ambas construyen comunidad. La primera evita el olvido; la segunda evita la pérdida.
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